Las revueltas sociales son cíclicas, sin que haya un país
exento de su amenaza. Ocurren en cualquier parte y cuando nadie las imagina,
con consecuencias a veces dolorosas en términos de vidas. Dramáticos ejemplos son los de la
Primavera Árabe, que comenzaron en Túnez
en el 2010 y dieron al traste con dictaduras como la de Mubarak en Egipto.
Desde hace un
tiempo se ha venido hablando de una menor velocidad de crecimiento económico de
Brasil, aunque el gobierno de Dilma Rouseff se esmera en edulcorar la situación
con frases demagógicas. Ella pretende
negar la existencia de un hecho real, tangible: El descontento causado por
políticas oficiales, y no solo por el aumento de las tarifas del transporte
público.
Los españoles parecieran estar acostumbrándose a salir a
la calle de manera recurrente por las elevadas tasas de desempleo, inflación y
otras complicaciones, mientras el lúgubre Mariano Rajoy mira el techo, se rasca
la barba e intenta ocultar la corrupción de su partido. Los problemas de España
son estructurales, y tienen incluso el componente moral que carcome a la
familia real.
Las explosiones sociales no se pueden ignorar, se
extienden como el fuego y a veces se contienen solo con el derrocamiento de
gobiernos y líderes autoritarios. Los
ejemplos son interminables y demuestran que políticos primitivos, como el
venezolano Nicolás Maduro, solo sobreviven por vía de excepción. La fuerza bruta
termina por actuar contra ellos mismos.
El mayo francés (1968) se hizo inolvidable por la
magnitud que alcanzó. Charles de Gaulle no fue defenestrado porque quienes
asumieron el liderazgo de las manifestaciones no tenían ese propósito, pero las
circunstancias obligaron a la convocatoria de elecciones anticipadas.
Checoslovaquia y Polonia experimentaron los estallidos
sociales harto conocidas, a pesar de la represión brutal de los regímenes
comunistas que entonces imperaban. Los cambios fueron inevitables. ¿Y qué pasó
con el cruel Nicolae Ceaușescu y su mujer? Ahh, muy sencillo: Los rumanos se
hartaron y los ejecutaron luego de un juicio sumarísimo.
La historia universal está llena de casos como esos, en
los cuales los ilegítimos, los arbitrarios, siempre terminan mal. Por eso, a Nicolás Maduro debemos
recomendarle que ponga los bigotes en remojo. Los sacudones se contagian y
pasan factura.
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