Ricardo Escalante
La vida con el corazón de otra persona siempre está llena
de felicidad y se presta hasta para el humor negro, pero, por supuesto, no deja
de causar desvelos y bemoles. Ese, precisamente, es el caso de un consumado
periodista americano-venezolano de muchas décadas, con quien de manera regular
coincidía yo en oficinas de políticos, altos funcionarios de gobierno y en
otros lugares de Caracas, hasta el día en que le perdí la pista.
Después de haber batido el cobre como asistente en la sección nacional de The New York Times, Joseph (Joe) Mann aterrizó en Caracas en 1974 para trabajar en The Daily Journal. Ahí comenzó un mundo fantástico que lo llevó a querer a Venezuela tanto o más que cualquier venezolano por nacimiento, a casarse con caraqueña y a hacerse ciudadano, hasta cuando el corazón le palpitó más de la cuenta (o tal vez menos).
El trabajo con el viejo Jules Waldman en el Daily era grato y los días y meses transcurrían de manera vertiginosa. La ciudad no tenía ni el tráfico actual ni otros dolores de cabeza, pero los sueldos que pagaba el periódico en inglés no alcanzaban para nada. Eran otros tiempos. Joe ampliaba cada día más el círculo de sus relaciones, lo que pronto le permitió tocar y abrir la puerta del Financial Times, para convertirse en uno de los más influyentes corresponsales extranjeros en Caracas.
Yo como reportero de El Universal y Joe con sus análisis y crónicas para el poderoso rotativo británico, discutíamos con frecuencia sobre política, las meteduras de pata del gobierno y otras cosas. Durante sus 21 años en Venezuela (1974-1995) él tuvo además la oportunidad de trabajar en el área de la consultoría política con el legendario Joe Napolitan y con el asesor de opinión pública Eric Ekvall. Fue también cofundador de Veneconomía.
Las actividades marchaban viento en popa, vivía feliz con su esposa Jennifer y sus dos hijos venezolanos, hasta el instante en que al regresar de una misión en Curazao sintió un cansancio inusual, no tenía fuerza para levantar siquiera un brazo. Al dar tres pasos estaba a punto de desmayar y tuvo que ir al cardiólogo que, después de una serie de exámenes, le dio la noticia desconcertante: “Necesitas otro corazón”. No tuvo entonces más remedio que arreglar maletas para regresar a Estados Unidos, donde con asistencia médica pudo postergar casi tres años su incorporación a la lista de seleccionados para trasplante.
Así, se trasladó con su esposa a uno de esos grandes centros de salud de Estados Unidos, el Cleveland Clinic en Ohio (donde laboran 30 mil personas), allí se internó hasta que recibió la notificación de que le sería insertado el corazón de un fallecido en un accidente en Georgia. No supo si el donante era hombre o mujer, ni otros detalles, pero al día siguiente se levantó, caminó y a partir de ahí todo empezó a recuperar la normalidad. Han transcurrido 16 años desde entonces y Joe, con sus 69 años a cuestas, escribe para The Miami Herald y para Latin Trade Magazine y disfruta a la familia. Ahh, y tiene planes de hacer un blog en inglés dedicado a ridiculizar a los políticos.
El otro trasplante
Joe Mann, como todos los trasplantados, quedó entonces condenado
a consumir fuertes medicamentos para evitar el rechazo. Son productos
beneficiosos pero que no dejan de acarrear efectos secundarios, a los cuales él
no logró escapar. Con el paso de los años descubrió que los riñones disminuían su
capacidad para desintoxicar el organismo, hasta que, ¡otra vez!, un médico le
informó que debía colocar su nombre en la lista de espera. En esta ocasión, a
comienzos de 2014, la intervención quirúrgica ocurrió en The Miami Transplant
Institute y, como antes, en pocos días estuvo de regreso en su casa con la
familia y leyendo, así como en la búsqueda de noticias y reportajes. El riñón
provino de un joven muy fuerte, de 27 años, que pereció en un accidente y siete
de sus órganos fueron trasplantados a distintas personas.
Lo más importante
El reencuentro con el viejo amigo ocurrió en West Palm
Beach, donde conversamos más de tres horas. Me habló de sus experiencias profesionales
en Venezuela, caminamos en un centro comercial y hasta comimos comida chatarra.
En eso estábamos cuando recibió un mensaje en el cual le informaban que al día
siguiente debía hacer un reportaje sobre una de las más prósperas empresas
procesadoras de oro.
Mann está al tanto de los acontecimientos en Venezuela, casi como si hubiese salido ayer del país, y conserva el buen sentido del humor. Cuando le pregunté qué echa de menos de Caracas, la respuesta no se hizo esperar: “He estado 19 años fuera de Venezuela, pero no olvido mi vida y mi trabajo en ese país que aprendí a amar. Fueron 21 años esenciales de mi vida, que me hicieron crecer y ver el mundo desde una perspectiva distinta. El aire del Avila, las areperas, los restaurantes fantásticos, los Llanos, los Andes, la Gran Sabana, Los Roques, las carreteras hacia la parte oriental con sus ventas de pescado en la playa. Aprendí el idioma, la música típica y, sobre todo, a valorar a muchos amigos”…
-¿Qué fue lo más importante?
-El día que conocí a Jennifer, esa hermosa caraqueña de
ojos azules que me cautivó. Fue un encuentro relacionado con asuntos
petroleros. Yo había llamado a Maraven para coordinar una visita mía y de un
periodista que venía de Londres, a los campos
petroleros del Zulia. Necesitábamos hablar con altos ejecutivos de la empresa,
que envió a Jennifer a acompañarnos. Ese
día comenzó un mundo maravilloso para mí.
@opinionricardo