La pulcritud intelectual de Mario Vargas Llosa está
revestida de un halo especial que cada día admiro más: El suyo es un compromiso
social firme, único, irrenunciable. No se trata sólo de un escritor de
descollantes cualidades, sino de un decidido defensor de la libertad y los
derechos humanos.
Conferencias, artículos de prensa, viajes, participación
en reuniones internacionales. La voz del gran escritor siempre se deja escuchar
y se hace sentir en todas partes y en cualquier momento para denunciar injusticias,
para denunciar esos caudillismos que tan metidos en los huesos llevan los pueblos
latinoamericanos y que tantos sufrimientos causan.
En esa tarea no es ni ha sido único, pero sí el más
activo e incansable. Eso lo convierte en
algo más que un Premio Nobel de Literatura, para ser un ciudadano bien
informado y dotado de una merecida y poderosa presencia en los medios de
comunicación, que utiliza en la condena a los autoritarismos. Eso lo ha
colocado en el centro de feroces ataques de la cofradía de populistas que desde
hace buen tiempo oprimen a Venezuela, Nicaragua, Bolivia y Ecuador, con anclaje
en el corrupto gobierno argentino de Cristina Kirchner y con la vetusta
dictadura cubana como consejera.
Siempre admiré y admiro el estilo portentoso, penetrante
y picante de Gabriel García Márquez. Lleno de sabiduría popular y a la vez culto
y profundo, aunque con menos rigor académico que Mario Vargas Llosa, pero entre
ellos hay también otras diferencias en las cuales me inclino por el peruano. Me
atrae la fuerza de sus ideas.
No trato de ser un crítico literario porque no lo soy,
como tampoco soy un consumado conocedor de asuntos literarios de ningún género.
Algo habré leído, pero eso no viene a cuento y tampoco creo que a nadie importe.
Lo que me interesa es hablar sobre lo que, en mi opinión, coloca a los dos
escritores en puntos opuestos: Sus convicciones políticas y el uso de las
mismas en la vida diaria.
García Márquez nunca perdió su devaneo con la izquierda
marxista y, algo peor, nunca logró deslastrarse del poderoso influjo de Fidel
Castro y su despiadado régimen. Ese tal vez fue su impedimento para escribir lo
que todos esperábamos con ansias: El segundo tomo de esas memorias que con su bonito
lenguaje anunciara y que, sin lugar a dudas, habrían resultado encantadoras,
llenas de anécdotas sobre su larga relación con el poder, porque conoció y
trató a muchos poderosos, desde Francois Mitterrand y Felipe González, hasta el
dictador panameño Omar Torrijos, pasando por Carlos Andrés Pérez, Alfonso López
Michelsen y tantos otros.
En el mundo de la izquierda democrática se rozó con
Teodoro Petkoff y Pompeyo Márquez cuando encabezaban lo que en un instante
pareció la esperanza de una nueva izquierda en Venezuela, pero que pronto se
desvaneció: El Movimiento Al Socialismo, partido al que donó el jugoso metálico
del Premio Rómulo Gallegos en 1972. Pero lo más trascendente de su relación con
la política ha sido el largo y estrecho vínculo con Fidel Castro, que evitó
cualquier asomo de condena a los más de seis mil fusilamientos, decenas de
miles de prisioneros políticos y desaparecidos, además de la terrible opresión
a que han sido sometidos los cubanos durante más de 50 años.
Alguna vez trató García Márquez de justificarse diciendo
que sin su influencia muchos no habrían obtenido la libertad, vale decir, el
uso de la amistad para interceder por algunos vejados. Pero no hizo otra cosa, como sí lo ha hecho
Vargas Llosa.
Nadie olvida la aventura electoral en que se embarcó
Vargas Llosa en 1990 y fue derrotado por Alberto Fujimori. Tal vez fue un revés
bueno para él en lo personal porque se
ahorró muchos dolores de cabeza, aunque para el Perú fue un desastre porque
desestimó la oportunidad de haber tenido un presidente decente, honesto, para
caer en las garras de la inmoralidad del malhadado Fujimori.
Como dice la canción: “Así es la vida”…
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