Ricardo Escalante
Esta mañana, mientras desayunaba en el patio de mi casa con una deliciosa pisca andina y arepa, prendí la laptop y procedí a leer el último artículo de Mario Vargas Llosa, titulado El hombre sin cualidades, escrito como alabanza a la gran Hannah Arendt y rechazo al despiadado asesino Adolf Eichmann.
Un exquisito artículo. Más que un elogio a Arendt y un repudio a ese criminal a quien describe como “un pobre diablo mediocre que encontró en la burocracia del nazismo la oportunidad de ascender”, el escritor lanza al voleo una serie de reflexiones que de manera ineludible uno asocia con situaciones actuales.
Tiene párrafos que parecieran retratar a esos individuos cuya única y gran obra ha sido abolir el uso del papel higiénico: “La radiografía de espíritu romántico, congénito a Occidente, nunca se ha liberado del prejuicio de ver la fuente de la crueldad humana en personajes diabólicos y de grandeza terrorífica, movidos por el ideal degenerado de hacer sufrir a los demás y sembrar su entorno de devastación y de lágrimas”...
Y aunque las dimensiones de lo ocurrido en Alemania no tienen comparación, hoy no puedo siquiera imaginar quién estuvo detrás de ese “magnífico” premio de la FAO a la escasez de aceites, harina PAN, azúcar, leche y otros productos esenciales para los venezolanos. A ese sí habría que darle un premio por ese “logro”, como también a los curas que convencieron al Papa para que se retratara con el arbitrario e irracional Nicolás Maduro. El venerable Pontífice no sabe que ha contribuido a la legitimación de ese régimen que nació de la trácala, del uso abusivo de los factores de poder y del respaldo militar y judicial.
¿La FAO y el Papa se chuparán el dedo? No lo creo, pero lo que sí sé es que detrás de las organizaciones internacionales se mueven poderosos intereses y que los Estados no escapan a eso. El Vaticano es un Estado y también tiene sus intereses.
Por eso, ahora leo y releo este otro párrafo de El hombre sin cualidades:
“Cualquiera que haya padecido una dictadura, incluso la más blanda, ha comprobado que el sostén más sólido de esos regímenes que anulan la libertad, la crítica, la información sin orejeras y hacen escarnio de los derechos humanos y la soberanía individual, son esos individuos sin cualidades, burócratas de oficio y de alma, que hacen mover las palancas de la corrupción y la violencia, de las torturas y los atropellos, de los robos y las desapariciones, mirando sin mirar, oyendo sin oír, actuando sin pensar, convertidos en autómatas vivientes que, de este modo, como le ocurrió a Adolf Eichmann, llegan a escalar las más altas posiciones. Invisibles, eficaces, desde esos escondites que son sus oficinas, esas mediocridades sin cara y sin nombre que pululan en todos los rodajes de una dictadura, son los responsables siempre de los peores sufrimientos y horrores que aquella produce, los agentes de ese mal que, a menudo, en vez de adornarse de la satánica munificencia de un Belcebú se oculta bajo la nimiedad de un oscuro funcionario”.
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