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viernes, 27 de abril de 2012

¡Cómprate un iPad!


En las pocas horas de una escala en Houston del vuelo que lo llevaba de regreso a Londres, me hace una llamada telefónica el viejo amigo británico sobre quien hacía unas semanas yo había escrito un artículo aunque sin citar su nombre, y lo hace para decirme que había leído “ciertos irónicos comentarios” en los cuales él se sentía retratado de cuerpo entero. De entrada me dijo: “Tu sabes que con mi iPad todo está bajo control”…

Después de un par de frases que parecían admonitorias sobre aquello que entonces publiqué, el inglés con esos aires de suficiencia que nunca puede disimular, le imprimió un rápido y posiblemente premeditado giro a sus palabras para hablarme sobre la inconveniencia de algunas monarquías a estas alturas del siglo XXI.  Y digo algunas porque después sus ácidas críticas, de todas maneras parecía justificar la bien rancia de su país.

Tuve la sensación de que sus baterías se enfilaban contra ese Rey mata-elefantes que hacía poco había armado un escándalo con su acariciado rifle, para después salir con cara de yo no fui a prometer que no seguiría en su atrocidad.  El mismo Rey que ha dejado un halo de dudas permisivas frente al yerno a quien le gusta aprovecharse de las arcas del Estado.  Por eso, antes de que la perorata de mi amigo agarrara vuelo, lo detuve para preguntarle cuánto le cuesta a los británicos sostener la felicidad de una familia real que, como si fuera poco, es la más adinerada del Reino.

“Tengo que actualizar las cifras con mi iPad, pero sé que ya en el 2005 ellos nos costaban 55.2 millones de euros y la relación costo-beneficio era alta, pero”…  Con su pero trataba de insinuar que la Reina es un símbolo de los valores tradicionales y morales, aunque al mismo tiempo bajaba el tono de voz para recordar que el Príncipe Carlos hizo el inolvidable gasto de más 127 mil euros solo para asistir a las exequias de Ronald Reagan en 2004.  “Bueno, hay también muchos otros detalles de reciente data que mejor no te cuento”…

Yo me sentía en ventaja esta vez para decirle al inglés que afortunadamente los venezolanos no teníamos ese problema de la añeja familia real, pero ahí la cosa cambió: “¡Ahora no me vengas a hablar bien de “Hugo I”! La “familia real” de ustedes va más allá.  ¿Quién controla sus abusos? ¿Y qué me dices de la doble moral de esa corte de ministros ladrones?  “Hugo I” gobierna con los 140 caracteres de Twitter, que maneja muy bien con su iPad desde La Habana y en sus cortos viajes de reposo en Caracas”…

Luego de un breve silencio y desarmado por esas frases apabullantes, apenas pude balbucear algo casi como para despedirme, mientras mi amigo ahora trataba de suavizar sus conceptos hablándome de las virtudes de la última versión del iPad. “Ya escucho las turbinas de mi avión, pero te recuerdo que así como la heredera de la corona noruega, la princesa Märtha Louise, se comunica mentalmente con los caballos y sostiene sublimes diálogos con los ángeles, “Hugo I” lo hace todas las noches con los espíritus de Simón Bolívar e Idi Amin Dadá,  En sus viajes nocturnos al más allá, él sienta a Bolívar, a Idi Amin y a Gadaffi en una misma mesa. ¡Cómprate un IPad y escribe sobre eso!”…  Completamente desconcertado, ahora yo quería que me explicara eso de Idi Amin, pero el ruido de las turbinas me dejó repitiendo ¿alo?, ¿aló?, ¿aló?

sábado, 21 de abril de 2012

Vuelta a la infancia

Con un enorme retardo en mi vida he comenzado a leer a ese delicioso escritor hebreo Amos Oz, y lo he hecho con Una historia de amor y oscuridad, un voluminoso libro autobiográfico cuyos relatos inevitablemente me han llevado a reflexionar sobre mi vida, lo que he sido y lo que he dejado de hacer.  Y lo confieso con la tristeza de saber que ya no puedo dar marcha atrás.

A través de su obra, Amos Oz narra cómo en medio de las privaciones, sufrimientos y felicidades del seno familiar, desde temprano se apegó a los libros y trataba a veces de encontrar soluciones a situaciones irremediables pero que, al mismo tiempo, ya mostraban disciplina para encausar el razonamiento. Explica los mecanismos de su ingenuidad infantil en la búsqueda de lo sublime.

Y aunque nada hay en que pueda parecerme al erudito señor Oz y tampoco lo pretendo, con Una historia de amor y oscuridad repentinamente me descubro repasando algunos momentos de la infancia que me marcaron de manera definitiva. Uno ocurrió cuando a mis once años, al salir de la escuela en las tardes yo iba a trabajar al taller de carpintería que mi padre tenía en la Carrera 8 de San Cristóbal, a pocos pasos de la Plaza Bolívar, donde en las tardes ocurrían las tertulias de un pequeño grupo de paisanos.

Uno de los asistentes regulares era un amigo de mi padre que el 23 de enero de 1958 había salido de los calabozos de la Seguridad Nacional en Caracas y con gran alborozo había celebrado la caída del brutal dictador Marcos Pérez Jiménez, para luego ir a vivir al Táchira. Ese señor recordaba incluso los nombres de sus verdugos, que le arrancaban las uñas, le aplicaban descargas eléctricas en los testículos hasta dejarlo inconsciente, lo paraban descalzo sobre rines de autos, le quemaban el rostro y los brazos con cigarrillos. Caminaba con grave dificultad porque le habían roto los huesos de la cadera y de las piernas a golpes, sin que médico alguno lo hubiese atendido porque la crueldad lo impedía.

Esas descripciones y los relatos de la persecución policial a causa de sus luchas políticas, me mantenían en vilo y me hicieron rechazar desde temprano el significado de la bota militar.  Un buen día mi padre recibió la llamada en la cual le informaron el suicidio de aquel señor que había pagado un alto precio por razones de conciencia. El aparato represivo de la dictadura militar de derecha le había despedazado todo aliciente de vivir. Ya nada tenía sentido.

Desde entonces he experimentado un cada vez mayor desprecio por los regímenes militares y militaristas, porque siempre conducen a procedimientos de represión y otros abusos que invariablemente tratan de disfrazar con caretas electorales. Y aunque conceptualmente hay grandes diferencias entre las dictaduras de derecha y las de izquierda, para mí siempre representan lo mismo y de manera natural digo ¡No!  Por eso ahora, a medida que avanzo en la obra de Amos Oz, me resulta imposible no recordar a aquel amigo de mi padre.

domingo, 8 de abril de 2012

Un país de culpas

Hay pueblos acostumbrados a sobrellevar su “mala suerte” con explicaciones inverosímiles y actúan casi como el niño que cada la mañana le atribuye al osito de peluche la humedad de su colchón. Sienten que no tienen ni arte ni parte en cuanto ha ocurrido y ocurre o, dicho a la manera venezolana, “se hacen los policías de Valera”. Es una manera de ser y de evitar responsabilidades, tratando de esconder incluso la fatal e histórica atracción por el hombre fuerte, autoritario. Ni siquiera admiten que directa o indirectamente estuvieron en conspiraciones, las dejaron pasar o, en el menos maligno de los casos, votaron o siguen haciéndolo con el voto cómplice para que todo siga igual. 

Y como parte de ese mismo juego del osito que orina la cuna, también existen los autócratas que ni siquiera tienen valor para admitir su condición, como sí lo hacía con orgullo Benito Mussolini en sus buenos tiempos. Es inolvidable una entrevista hecha en 1933 por un gran periodista y biógrafo, en la cual el dictador italiano, con su particular sonrisa de “hombre bueno”, dijo sin evasivas algo que muchas noches me quita el sueño: “A las mujeres y a las masas les gustan los hombres fuertes. ¡Y eso soy yo!”… Aquella célebre entrevista fue hecha en el Pallazo di Venecia en Roma, en los tiempos oscuros de muchas democracias y de expansión de gobiernos de terror que sacudían a buena parte del mundo. 

Hoy no podría decirse que se está repitiendo la magnitud del oprobio de aquel entonces, pero tampoco podría negarse la existencia de dictaduras cobijadas por supuestas democracias electorales y es innecesario, por supuesto, ir a buscar ejemplos en países africanos. Menos se podría negar el irresistible atractivo de las prebendas que doblegan a banqueros, académicos, políticos e ingenuas gentes de barrio. 

Por todo lo anterior, no es descabellado preguntarse entonces por qué en Venezuela hay rabiosos opositores de tiempos pasados que a conciencia hacían todo lo posible para dar solidez a fórmulas antidemocráticas con la intención de cosechar beneficios personales, que poco a poco han ido apareciendo después con aureolas virginales para confundirse entre quienes ayer querían volver picadillo. ¿Tendrán ellos derecho a declararse inocentes con posibilidades de liderazgo? Eso puede ser comprensible únicamente en naciones de memoria colectiva corta. Todas esas cosas pueden suceder solo en un país de culpas democráticamente distribuidas, donde sólo unos pocos podrían gritar al voleo “¡a mí que me revisen!”. Por eso, muchas veces me despierto con la sensación de que mi colchón está mojado, pero al mismo tiempo me pregunto qué hice yo, si siempre he sido antimilitarista y jamás he votado por golpistas. 
ricardoescalante@yahoo.com

viernes, 6 de abril de 2012

NoticieroDigital: Un País de Culpas” primer lugar en Amazon


El libro del periodista venezolano Ricardo Escalante, “Un País de Culpas” fue colocado ayer por Amazon.com en el primer lugar de libros en español en esta famosa página de ventas por Internet.
Este libro está escrito con un lenguaje ágil, directo, analítico y nada complaciente con el gobierno o con la oposición venezolana, explica el escritor.
“Recuerda hechos y actitudes que explican cómo y por qué las culpas de cuanto ha ocurrido en el país están repartidas democráticamente, aunque, por supuesto, algunos han tenido responsabilidades superiores en el proceso que poco a poco fue carcomiendo la democracia siempre inmadura que había comenzado en 1958, sin que se activaran de manera eficiente los mecanismos de rectificación que existían”.

lunes, 2 de abril de 2012

Vainas de Betancourt

Ricardo Escalante, Texas

Hay personajes que logran dimensión especial por su habilidad y firmeza para proyectar sus ideas. En el caso venezolano, Rómulo Betancourt se convirtió en la figura más importante del siglo XX por su decisión para promover una sociedad políticamente plural y democrática.

Más allá de sus dos gobiernos y de su combate a los extremismos de derecha y de izquierda, su gran obra consistió en la creación del partido más importante de la historia nacional, y en su lucha por un régimen de partidos políticos que con el paso del tiempo se resquebrajaron y vinieron abajo por razones que no vienen al caso en este artículo.

Escribo esto porque al caminar una de estas mañanas primaverales en un parque del pueblo texano en que vivo, me encontré con un amigo de Costa Rica siempre interesado en política latinoamericana, que me habló del gran civilista Pepe Figueres y su relación amistosa y política con RB.  El gran éxito de Figueres fue haber eliminado el ejército de su país, decisión sabia que se ha mantenido a pesar incluso de ciertos atropellos de un vecino supuestamente nacionalista y revolucionario.

Días después de aquella conversación, el amigo me envió por correo un libro publicado por Seix Barral en 1979, titulado Rómulo Betancourt, El 18 de octubre de 1945, acompañado de una tarjeta personal que decía “para que veas las vainas de Betancourt”. En ese libro encontré un artículo de prensa fechado en enero de 1944, en el cual RB sostenía que aunque un Presidente tuviera rango de general, automáticamente dejaba de ser militar en estricto sentido del concepto, por el hecho de desempeñar la jefatura del Estado. Y con vehemencia condenaba el “hervidero de ambiciones militaristas” y defendía la tesis de que “Venezuela, como Nación, no es un cuartel, aun cuando se atribuya ese concepto al Libertador”…

En otro artículo de septiembre de 1941, el político venezolano describía a los gobernantes militares como orgánicamente incapacitados “para entender la política y la administración de un país como diálogo con los gobernados”.  Dado que la cultura del militar necesita estar especializada en la técnica bélica, Betancourt pensaba que casi siempre los hombres de las Fuerzas Armadas carecían de los conocimientos amplios requeridos por el gobernante moderno.

Más contundente no podía ser con su advertencia de que “transigir ante los reclamos de la opinión, admitir expresa o tácitamente que se ha errado, torcer el rumbo cuando el que se trajina desagrada a la mayoría de la colectividad, son principios del arte de gobernar difícilmente compatibles con la mentalidad forjada en el mando de tropas”…

Por esas vainas antimilitaristas de Rómulo Betancourt y por el acierto que había tenido Figueres al transformar a Costa Rica en el primer país del mundo sin ejército, probadamente pacífico y democrático, mi amigo me hablaba aquella mañana sobre hechos y personajes que el tiempo no puede borrar.

domingo, 1 de abril de 2012

¿Mi país existe?


Ricardo Escalante, Texas

Por pura casualidad me reencontré con un amigo con quien hace 25 años tomaba ocasionalmente un par de cervezas en un pub de Londres donde el virtuoso de la trompeta Humphrey Littlelton y su banda solían tocar jazz y blues. Esta vez tomamos capuchino en uno de esos Starbucks de Houston y volvimos a hablar sobre política.

Con sus flemáticos puntos de vista laboristas, el amigo comenzó por criticar al primer ministro británico David Cameron por la pérdida de oportunidades frente al lúgubre panorama económico europeo. Le recordé que a pesar de esos errores la tasa de desempleo británica no es tan dramática como la española, y que algunos sectores industriales mantienen sus aires de excelencia.  “Si, si. Tienes razón, pero”…  Después habló de la vanguardia musical de algunos grupos y también mencionó artistas plásticos, lo que parecía darle la razón a mis planteamientos aunque, por supuesto, el conocedor del asunto era él.

Cuando la conversación había avanzado, el personaje cambió el tercio para entrar en lo que se suponía era de mi incumbencia. Le hablé de abusos de poder, inseguridad personal y jurídica, aguas contaminadas, secuestros express, falta de leche e invasiones a haciendas, edificios y hoteles, de desempleo y cifras maquilladas sobre crecimiento económico.  Me preguntó por los hospitales y por los magníficos planes de cooperación internacional asociados a ideas revolucionarias.

Pero cada vez que mi relato entraba en calor era interrumpido por el flemático amigo con advertencias sobre las nefastas influencias del capitalismo maléfico que, desde avanzados laboratorios de la CIA y de Scotland Yard, ahora hasta teledirige enfermedades malignas y paraliza los efectos maravillosos de ciertos tratamientos médicos. Y exactamente como lo había hecho hacía un rato al hablar sobre el conservador Cameron, con un rápido giro de lenguaje confesó haber tenido versiones diplomáticas sobre enormes barcos repletos de radios, televisores, licuadoras, computadoras y otros adminículos chinos, destinados a facilitar resultados electorales revolucionarios.

!Era increíble!. Su perorata bien razonada me ponía a dudar. Como arma contundente, este británico con aureola de autosuficiencia sacaba a relucir el argumento de los cargamentos gratuitos de combustible para ayudar a los pobres de Londres a sobrellevar las dificultades de crudos inviernos, en la época en que un alcalde a quien llamaban “Red Ken” acogía los principios revolucionarios bolivarianos.  El “Red” Ken Livingston, que no era ni militar ni golpista, se las ingeniaba para que el rostro de “Hugo I” fuera pintado en los autobuses rojos rojitos de dos pisos.  “¡Qué tiempos aquellos!”, suspiró mi irónico amigo.

Ya para despedirse el británico levantó un índice, me apuntó y disparó: “Tu país no existe. Tienes que ser pragmático: arrímate al chavismo y píde un cargo diplomático para que vivas feliz en Londres, aunque el exquisito Humphrey Littelton ya no existe”…