Entre “Daniel
Santos” y “Alí Khan”…
Ricardo
Escalante
Después de haber vivido una corta temporada en un cuarto que
a duras penas podía pagar en San Agustín del Norte, en 1972 me mudé con mi
esposa a un pequeño apartamento en Ciudad Tablita, no muy lejos del mercado de
Catia, en aquella populosa área caraqueña con bien ganada fama de insegura.
El apartamento estaba situado en el extremo Este del
primer piso del Bloque 3, en un conjunto residencial que había sido construido en
los años 50 por Marcos Pérez Jiménez, quien con su brutal dictadura de derecha
aspiraba a pasar a la historia por la construcción de grandes obras de
infraestructura en todo el país.
Eran los tiempos tempranos de mi carrera periodística. El
sueldo en la corresponsalía de aquella mina de avisos que era El Carabobeño
-de arraigada circulación en la zona central del país-, apenas se podía estirar
para medio vivir. Todavía uno podía desplazarse en autobús en esa capital que
estaba lejos de transformarse en el gigantesco atascadero que es hoy, aunque ya
había quejas por congestionamiento, mientras los trabajos del Metro avanzaban
poco a poco pero a ritmo sostenido.
Cito la ubicación exacta del apartamento porque era
motivo de nuestras venturas y desventuras.
A pocos pasos del edificio había varios arbustos y dos o tres bancos de
concreto, alrededor de los cuales se reunía -sobre todo los viernes y sábados
por la noche- un grupo de jóvenes escandalosos a quienes yo apenas saludaba.
Unos trabajaban, otros estudiaban, otros vivían del ocio y algo más…
Eran jolgorios bañados de cerveza, ron, pasapalos y
marihuana, que nos impedían dormir. A
veces había tiros, alaridos, estampidas y sirenas de la policía o ambulancias. Tras silencios de corta duración, con toda su
intensidad se reanudaba la fiesta, que a veces nos causaba risa en medio de la
impotencia y de las fumadas indirectas del penetrante cáñamo índico que lo invadía
todo.
Nunca supimos quién era porque nos negábamos incluso a
espiar por la ventana, pero uno de los noctámbulos exhibía una destreza
admirable para imitar a Daniel Santos con sus adorables boleros. Hablaba y
cantaba como Santos, y cuando entonaba La
Despedida entonces gemía y lloraba a
lágrima suelta. Todos aplaudían y le pedían Linda,
Cuando ya no me quieras, El preso, y otras hermosas canciones que él se
apresuraba a complacer. En medio de su
preñez y del cansancio provocado por el trasnocho, Carmen Ligia hasta disfrutaba
el espectáculo.
Después de aquel “inquieto anacobero” había intermedios
cargados de chistes subidos de tono, anécdotas y otras cosas, hasta que alguien
reclamaba a gritos: “¡La primera válida!
¡La primera válida!” Ahí llegaba
el turno de otro de esos artistas callejeros, que empezaba entonces la
narración de la supuesta “primera válida”, en el Hipódromo La Rinconada. Su imitación del legendario Virgilio Decán,
mejor conocido como Alí Khan, era perfecta y más aún lo era el dominio de la
información que manejaba. Empezaba con la descripción de las yeguas
competidoras, los jinétes, sus records, distancias, pesos y demás, hasta que de
manera súbita hacía la obligatoria interrupción para los comerciales, que
resultaban tan buenos como la carrera que estaba a punto de iniciarse: “Gillett, la mejor afeitada”, y otros más. Después seguía con aquello de “La yegua tal
no quiere cuadrar…. Ahora todo está
listo y… ¡Se ordenó la partida!..”
Con “Daniel Santos” y otros “boleristas”, alguna
declamación y la alta dosis de chistes, la noche se alargaba despacio hasta
llegar a la “sexta válida”, en medio de nuestro sueño contenido. Así hasta que
salía el sol. En aquella época el
cantautor puertorriqueño de carne y hueso era un gran ídolo que visitaba con frecuencia
a Caracas, donde tenía grandes amigos, como el culto y simpático dirigente
comunista y parlamentario Héctor Mujica.
Los vecinos de
Ciudad Tablita no teníamos derecho a un sueño sin sobresaltos, aunque en
realidad mi esposa y yo nunca fuimos víctimas del hampa. Claro, éramos
cautelosos. Allí conocimos gente
decente, trabajadora, familias con jóvenes profesionales universitarios entre
sus miembros, que con los años tuvieron los beneficios de la movilidad social
que entonces existía. Los gobernantes no
propiciaban el odio de clases, ni saqueos, invasiones a casas, apartamentos,
haciendas o industrias y, por supuesto, nadie imaginaba que un día el país
estaría dominado por caos y terror impuestos desde la oficina presidencial.
En ciertas ocasiones, cuando iba o venía del trabajo me
encontraba con mi amigo el luchador sindical José Beltrán Vallejo, que llegó a
formar parte del directorio de la Confederación de trabajadores de Venezuela. Conversábamos algunos minutos y luego cada
uno tomaba su rumbo.
Al convertirme en reportero de Panorama los aires soplaban de manera favorable y Carmen Ligia y yo
-en la ya placentera compañía de la pequeñita Carla-, a través del sistema
nacional de ahorro y préstamo pudimos comprar un apartamento en la avenida
Libertador y, por supuesto, le dijimos adiós a Ciudad Tablita. Hasta ahí llegaron las emocionadas canciones
de aquel Daniel Santos y también el Narrador Hípico, del otro Alí Khan, así
como el fuerte olor a marihuana y los trasnochos involuntarios de los fines de
semana. Así era Ciudad Tablita para
nosotros.
Twitter: @opinionricardo
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