Ricardo Escalante, Texas
Razones cuasi
genéticas me empujaron temprano en la vida a rechazar todo aquello que tuviera
tufo militar. La experiencia me ha demostrado,
además, que por muy bien formados y cultos que puedan ser, en pocas ocasiones
los militares son capaces de llegar a
pensar y actuar como los civiles, vale decir, con la fuerza de la razón
como arma esencial. Con eso, por
supuesto, no niego la existencia de civiles atorrantes ni alguna excepción
militar.
¿Y por qué
temprano? Porque hay hechos que marcan en forma definitiva a las personas, y el
mío es uno de esos casos. Cuando, en abril de 1960, a mis trece años ocurrió el
golpe del general Castro León contra el gobierno legítimo del presidente Rómulo
Betancourt, San Cristóbal se paralizó, las calles estaban desiertas y en mi
casa no había nada que comer. En algunos sitios se notaban focos de resistencia
a la trastada del ex ministro de la Defensa.
Mi padre y yo
emprendimos una larga caminata para comprar alimentos en la bodega de alguien
que despachaba a través de una pequeña ventanilla. Ya de regreso con aquellas pesadas mochilas
de fique, en una esquina fuimos conminados a subir al camión de una patrulla
militar. No hubo ni forma ni manera de
explicar qué hacíamos en la calle, pero sí nos dieron varios planazos que a mí
me ardieron y hasta hicieron sangrar la espalda y el pecho. No solté una
lágrima. Sentí odio ante el atropello y estuvimos detenidos varias horas.
Un año antes, un
amigo de mi padre a quien la Seguridad Nacional le había destrozado todo
aliciente, se suicidó. En tertulias vespertinas que tenían lugar en el taller
de carpintería que mi progenitor tenía en el centro de la ciudad, yo escuchaba
sus relatos sobre el despiadado trato de la brutal dictadura militar de Pérez
Jiménez. Los verdugos, cuyos nombres él recordaba, le habían aplicado descargas
eléctricas en los testículos, le arrancaron uñas con alicates, le quemaron el
rostro con cigarrillos y a golpes hasta le rompieron los huesos de la cadera y
las piernas, a consecuencia de lo cual caminaba con graves dificultades.
Así comencé a ser
antimilitarista y a convencerme que los totalitarismos de derecha e izquierda
son detestables por igual. Por eso después
repudié las intentonas de 1992 contra ese auténtico demócrata que era el presidente
Carlos Andrés Pérez, más allá de sus errores. He visto también otros hechos que
han afianzado mis convicciones, como el uso de los militares chavistas para amenazar
y reprimir protestas civiles.
Y ahora ustedes,
lectores, se preguntarán a cuento de qué vienen estas historias tan personales.
Ahh, pues porque un enardecido general español, Juan Chicharro, hace dos días
pronunció un discurso que fue entendido por muchos como el anuncio de un acto
de fuerza contrario a la Constitución y a la ley, aunque justificado como la
necesidad de impedir la ruptura de la integridad territorial de ese reino con
resortes morales reblandecidos. Con corrupción alarmante que comienza en la familia
real.
Chicharro habló de la existencia de un sentimiento
generalizado de preocupación, temor, incertidumbre y confusión, para luego
señalar que la patria es anterior y más importante que la democracia. El
patriotismo, según él, es un sentimiento y la Constitución no es más que una
ley.
Esas amenazantes
frases no podían menos que recordarme la carga genética golpista de los
militares venezolanos, carga que sigue intacta a pesar de la maloliente
sumisión perruna a un régimen dominado por el ladronismo de los Chávez y del
entorno encabezado por Nicolás Maduro y Diosdado Cabello. Un régimen de abusos de todo género.
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