Con alguna dosis
de sabiduría, un dicho popular reza que las comparaciones son odiosas o terminan
por serlo. Pero, por supuesto, eso nunca podría ser tomado como un axioma
porque son abundantes las disciplinas y las circunstancias en las cuales ellas
son necesarias y hasta indispensables para llegar a conclusiones definitivas.
Nada en política,
por ejemplo, podría ser calificado de bueno o malo si no se le compara. Y eso
nos permite llegar a la dramática afirmación de que los latinoamericanos somos
por regla general tozudos. Nos cuesta aprender de nuestros errores y no siempre
los admitimos, de lo cual los venezolanos somos hoy la mejor o, tal vez, la más
grave demostración.
Por eso, mis
queridos lectores, hoy apelo a una comparación, para decir que México y
Venezuela transitan por caminos opuestos. Mientras uno avanza de manera
sostenida hacia una economía cada vez más robusta y hacia la rectificación de
la enorme lista de vicios cometidos por el PRI en su larga etapa de hegemonía,
el otro está anclado en el caos y la injusticia sembrados en los 14 años del
gobierno autoritario de Hugo Chávez Frías.
El Presidente
Peña Nieto ascendió al poder de manera admirable, rompiendo lanzas contra lo que
parecía imposible: La histórica corrupción mexicana. Sin que se le aguara el ojo introdujo una reforma
al sistema educativo para acabar los vicios sindicales encarnados por una antigüa
aliada del PRI, Elba Gordillo, y la llevó a la cárcel, de donde al parecer no
saldrá en mucho tiempo. El legatario político de Chávez, por el contrario,
sigue rodeado por la camarilla de pillos que ha usufructuado a su antojo el
Erario. Diosdado Cabello, Rafael Ramírez, la familia Chávez y otros, continúan
como si nada hubiera pasado. Nicolás
Maduro es un preso de la corrupción y él mismo tiene sus manos contaminadas.
Cuando apenas
tenía unas pocas horas en la presidencia, Peña Nieto anunció un programa de
reformas profundas mediante un acuerdo con los partidos de la oposición, para
modernizar el país y estimular el desarrollo. Esa buena demostración de respeto
a la pluralidad de las ideas, fue presentada con el nombre de Pacto por
México. En Venezuela, por el contrario,
se pretende acallar a la disidencia acorralando diputados y amenazándolos con
prisión, silenciando medios de comunicación y con bandas del terror en las
calles. El elemental discurso de Maduro sigue la aburrida cartilla de Chávez:
la lucha contra la oligarquía y el imperialismo y, como decía Stalin, contra los
“enemigos del pueblo”.
El ambicioso programa
de reformas planteado por Peña Nieto –que compromete a la oposición en un
calendario- contempla, entre otros aspectos, el controversial tema de la
apertura de Pemex. La incorporación del capital privado le dará no solo
dinamismo a la empresa, sino que acabará la venta de cargos y otras formas de
corrupción que la han hecho ineficiente por años. En Venezuela, por el contrario, la industria
petrolera es manejada como un centro de activismo político sin control de
ningún género, que ha servido para enriquecer al ministro Rafael Ramírez y a
otros personajes fundamentales del régimen.
Por eso todo es centralizado.
Estas son apenas
algunas pocas cosas que ilustran las direcciones en que México y Venezuela se
mueven. Huelga, por supuesto, expresar
simpatías por el proceso de cambios mexicanos y, a la vez, desear un terremoto
político que cause milagros en Venezuela.
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