Sobre el
comportamiento político de los pueblos hay teorías y análisis variados que, a pesar de los esfuerzos habidos
y por haber, no logran cambiar evidentes tendencias irracionales. Esto se
comprueba con los más recientes y descabellados acontecimientos españoles e
italianos, que parecieran reforzar el
criterio según el cual los pueblos nunca
aprenden y, por lo mismo, están condenados a tener los gobiernos que se merecen.
La demencia de ese
multimillonario dueño de medios de comunicación que es Silvio Berlusconi, su
manejo alegre de la cosa pública y la vida disipada, no fueron suficientes para
que los italianos entendieran la urgencia de un gobierno firme, serio, como el
que prometía el primer ministro Mario Monti. Por eso, aunque no ganó las
elecciones, el fantasma del Berlusconi adorador de prostitutas y francachelas
vuelve a hundir a Italia en la incertidumbre.
Es increíble.
En España la situación no es muy diferente. La
dura experiencia sufrida en los tantos años de la cruel dictadura de Francisco
Franco y el vertiginoso arranque económico que vino después, fruto de esfuerzos
serios, tampoco parecen haber servido de mucho. Mariano Rajoy, con aquellas sospechosamente
encantadoras promesas de un paraíso terrenal, está llevando a los españoles por
un camino de corrupción sin límites e incapacidad administrativa. Y, claro, lo menos que podría decirse es que
los socialistas estén exentos de responsabilidades directas en ese infierno que
hoy todos viven allá.
Menciono estos
dos ejemplos porque son bien ilustrativos de lo que al comienzo afirmé: Los
pueblos no aprenden y merecen las consecuencias de sus gobiernos. Son, además,
oportunas las circunstancias de aquellos países porque la de ellos es una
historia milenaria, cargada de cultura y también de cosas malas que los
latinoamericanos heredamos. Y si aquellas
naciones europeas dan signos de no haber
asimilado sus propias lecciones, pues poco se puede esperar de un grupo de
países latinoamericanos que huelga
mencionar. En la región hay, por
supuesto, admirables excepciones.
En esta parte del
mundo, situada bien al Sur del Río Bravo, existe un peligroso dominio de
dictadores corruptos amparados en cuestionables procesos electorales, que se
impusieron desmontando instituciones y principios democráticos. A ellos, con su
doble moral, tal vez podría recordárseles quién fue Savonarola y cómo fueron sus
días finales.
El monje dominico
Girolamo Savonarola (1452-1498) adquirió notoriedad como organizador de “hogueras
de vanidad”, en las cuales se quemaban libros, obras de arte y hasta cosméticos. Se sentía dueño exclusivo de la verdad y
predicaba contra el lujo, las desviaciones de la oligarquía y la corrupción. Sus orígenes eran los de un acomodado, pero
sostenía que ser rico era malo, pecaminoso y había que perseguir a los
poderosos hasta las últimas consecuencias.
Distaba mucho de
ser un teólogo, pero en algún momento la demagogia y el fanatismo lo empujaron
a internarse en un monasterio, donde se dedicó a estudiar técnicas y efectos
del discurso político, que luego utilizó para promover alzamientos contra la
iglesia y contra los Médici -entonces gobernantes de Florencia- que fueron acusados
y defenestrados. Era carismático, agresivo, insultante, falso, lo que en un
momento dado le hizo ganar un buen número de seguidores que, con el paso del
tiempo, se fueron desilusionando y lo
abandonaron. Savonarola y sus amigos,
que hasta imitaban su discurso, fueron apresados y enjuiciados, torturados, mutilados, estrangulados y quemados.
No hay comentarios:
Publicar un comentario