Ricardo Escalante, Texas
Desde la muerte del “gallego” Eloy Gutiérrez Menoyo, ocurrida hace varios días en La Habana, a veces me he preguntado cuántos en realidad sabían quién se trataba y por qué bien merece un homenaje en estos tiempos de memoria corta y de alegrías sin sentido en los pueblos latinoamericanos.
Hay hombres que abrazan una causa, la idealizan y la sirven porque la sienten propia aunque en apariencia sea ajena, y todas las noches quieren seguir soñando a pesar de que la terca realidad es una pesadilla. Sufren la pesadilla y tratan de despertar en un mundo distinto, pero eso es imposible porque ellos están condenados para siempre. Así vivió y murió el cubano Gutiérrez Menoyo, a quien no conocí pero sí supe de sus convicciones.
Las desviaciones totalitarias de los hermanos Castro condujeron al “gallego” -que había nacido español y nunca perdió el acento madrileño-, a expresar insatisfacciones frente a las injusticias y a pedir rectificaciones que nunca fueron escuchadas, y cuya única consecuencia fueron los 22 años de prisión que finalizaron en 1986 por la insistente petición de Felipe González. El régimen que había ayudado a iniciar no le concedía derecho a pensar y menos aun a reclamar, pero aun así no odió a Fidel Castro porque sus ideas iban más allá. Por eso, no vaciló en hablarle frente a frente al dictador sobre pluralismo.
Hay otros que, por el contrario, nadan en “mares de felicidad” como la cubana y se nutren de sus procedimientos primitivos a pesar de que, por ejemplo, nada le borrará a ésta sus más de 6 mil fusilados y desaparecidos, ni tampoco el tenebroso Estado policial en que cada quien se cuida del otro y ni siquiera hay el derecho a pensar a escondidas. Pero esos otros, que a distancia aprendieron, copiaron y distorsionaron métodos de hegemonía gramscianos, ayudan la permanencia del vetusto régimen de los Castro para sacar sus propios beneficios.
En sus últimos años de vida y con la salud venida a menos, Gutiérrez Menoyo había dejado de ser activo en las protestas contra la familia Castro. Durante la etapa que pasó fuera de Cuba, de donde huyó poco después de obtener la libertad, no le escaseó la aversión de grupos antifidelistas por su persistente demanda del diálogo para abrir caminos a la convivencia política. Regresó a La Habana porque no podía vivir en otro lugar y ahí murió a los 77 años. Su breve testamento político revela las frustraciones y derrotas de más de cincuenta años de lucha contra la barbarie. Es un documento que habla de “la necesaria apertura política”, al tiempo que denuncia “que aquella empresa, llena de generosidad y de lirismo, que situaría de nuevo a Cuba a la vanguardia del pensamiento progresista, ha agotado su capacidad de concretarse en un proyecto viable”…
Él, que tenía suficientes mecanismos de información, conocía detalles de los planes de “solidaridad petrolera” que en más de catorce años han mantenido a flote a Cuba a cambio de la exportación de las comunas, de agentes del G-2 y de contingentes médicos con funciones policiales, para tratar de trasplantar la revolución al no lejano país benefactor mandado por un militar tropical que en el bolsillo lleva un diccionario de hechicería.
Vidas y enseñanzas como la del “gallego”, tal vez podrían servir de advertencia a quienes abrazan proyectos políticos de un hombre, por un hombre y para un hombre. ¿Para qué embarcarse entonces en una pesadilla?
Hay hombres que abrazan una causa, la idealizan y la sirven porque la sienten propia aunque en apariencia sea ajena, y todas las noches quieren seguir soñando a pesar de que la terca realidad es una pesadilla. Sufren la pesadilla y tratan de despertar en un mundo distinto, pero eso es imposible porque ellos están condenados para siempre. Así vivió y murió el cubano Gutiérrez Menoyo, a quien no conocí pero sí supe de sus convicciones.
Las desviaciones totalitarias de los hermanos Castro condujeron al “gallego” -que había nacido español y nunca perdió el acento madrileño-, a expresar insatisfacciones frente a las injusticias y a pedir rectificaciones que nunca fueron escuchadas, y cuya única consecuencia fueron los 22 años de prisión que finalizaron en 1986 por la insistente petición de Felipe González. El régimen que había ayudado a iniciar no le concedía derecho a pensar y menos aun a reclamar, pero aun así no odió a Fidel Castro porque sus ideas iban más allá. Por eso, no vaciló en hablarle frente a frente al dictador sobre pluralismo.
Hay otros que, por el contrario, nadan en “mares de felicidad” como la cubana y se nutren de sus procedimientos primitivos a pesar de que, por ejemplo, nada le borrará a ésta sus más de 6 mil fusilados y desaparecidos, ni tampoco el tenebroso Estado policial en que cada quien se cuida del otro y ni siquiera hay el derecho a pensar a escondidas. Pero esos otros, que a distancia aprendieron, copiaron y distorsionaron métodos de hegemonía gramscianos, ayudan la permanencia del vetusto régimen de los Castro para sacar sus propios beneficios.
En sus últimos años de vida y con la salud venida a menos, Gutiérrez Menoyo había dejado de ser activo en las protestas contra la familia Castro. Durante la etapa que pasó fuera de Cuba, de donde huyó poco después de obtener la libertad, no le escaseó la aversión de grupos antifidelistas por su persistente demanda del diálogo para abrir caminos a la convivencia política. Regresó a La Habana porque no podía vivir en otro lugar y ahí murió a los 77 años. Su breve testamento político revela las frustraciones y derrotas de más de cincuenta años de lucha contra la barbarie. Es un documento que habla de “la necesaria apertura política”, al tiempo que denuncia “que aquella empresa, llena de generosidad y de lirismo, que situaría de nuevo a Cuba a la vanguardia del pensamiento progresista, ha agotado su capacidad de concretarse en un proyecto viable”…
Él, que tenía suficientes mecanismos de información, conocía detalles de los planes de “solidaridad petrolera” que en más de catorce años han mantenido a flote a Cuba a cambio de la exportación de las comunas, de agentes del G-2 y de contingentes médicos con funciones policiales, para tratar de trasplantar la revolución al no lejano país benefactor mandado por un militar tropical que en el bolsillo lleva un diccionario de hechicería.
Vidas y enseñanzas como la del “gallego”, tal vez podrían servir de advertencia a quienes abrazan proyectos políticos de un hombre, por un hombre y para un hombre. ¿Para qué embarcarse entonces en una pesadilla?
ricardoescalante@yahoo.com
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