Como coletilla a mi artículo Del Socialismo al dictador militar de derecha escribí una frase anunciando otro destinado a narrar lo que yo hacía el 11 de septiembre de 1973, cuando el gobierno de Salvador Allende fue defenestrado y él se inmoló. Ese acto del Presidente chileno fue, sin duda alguna para mí, su única salida para justificarse ante la historia por el caos que causó y abrió paso al régimen militar de ultraderecha.
No olvido aquella soleada mañana en Caracas, donde yo trabajaba en la parte política de la corresponsalía del diario Panorama. El jefe de redacción era un cubano de magnífico olfato periodístico, Pepe Granda, que escribía en su vieja máquina mecánica con un solo dedo y con una velocidad impresionante, pero con un grave prejuicio: Después de haber vivido los horrores de la ola de fusilamientos, torturas y desapariciones del régimen de los Castro en Cuba, él rechazaba de manera enfermiza hasta la sola mención de lo que era una realidad inocultable. No permitía ninguna referencia a los autoritarios de La Habana.
Pues bien, ese día salí rumbo a la casa nacional de Acción Democrática, en urbanización La Florida, donde conversé más o menos una hora con ese viejo de venerable erudición que era Gonzalo Barrios, que sabía bien lo que eran los totalitarios porque había sido víctima de ellos. En su juventud había ido al exilio por sus luchas contra la dictadura de Juan Vicente Gómez, y después contra la de Marcos Pérez Jiménez. Sus convicciones democráticas estaban bien aceradas y en el Congreso era un formidable polemista, además de diestro negociador político. En aquel momento todavía no habíamos desarrollado la sólida amistad que con el paso de los años llegamos a tener.
Ese día hablamos sobre distintos temas pero, por supuesto, no podíamos ignorar la noticia que sacudió el mundo. Barrios condenó de manera categórica el cruento golpe militar que desde el primer momento hacía temer una prolongada represión, como en efecto fue. También se refirió en términos críticos a la desastrosa situación generada por Allende con su ola de expropiaciones de empresas e invasiones de haciendas, casas y apartamentos; las bandas de terroristas (GAP) que entonces se expandieron, la escasez de alimentos y otros productos y el desconocimiento del acuerdo a que había llegado el Presidente con el Congreso chileno.
Barrios pensaba que la solución podía haber sido otra pero, al mismo tiempo, estaba claro en que los partidos políticos, los empresarios y los sindicatos, habían tenido responsabilidad en el abono del terreno para el ascenso de aquel extremista de izquierda al poder. La entrevista, por supuesto, no se publicó como debió haber sido publicada y apenas salieron algunas cosas sobre otros temas, esencialmente venezolanos. Por eso es imborrable para mí aquel día en que el mundo lamentaba el final de lo que había sido una larga democracia con apariencia sólida.
Las opiniones del entonces presidente de AD revestían un carácter especial no solo por la originalidad de sus enfoques, sino por provenir de quien había dado una lección de civismo al reconocer a Rafael Caldera como ganador de las elecciones presidenciales venezolanas de 1968, pese al dudoso estrecho margen. “Caldera no me derrotó porque sacara 30 mil votos más, sino porque yo no pude demostrar una ventaja de 300 mil”, decía y repetía con gran tranquilidad de conciencia.
Años después, en mi trajinar de reportero de El Universal, en la oficina del entonces jefe de la fracción parlamentaria de AD, Jaime Lusinchi, conocí y traté a Carlos “El Negro” Jorquera, ese inteligente y amable periodista que había sido gran amigo y asesor de prensa de Allende, entonces asilado en Caracas. La firme amistad entre Jorquera y Lusinchi se había iniciado mientras éste vivía en Santiago, huyendo de la persecución política del despótico gobierno de Pérez Jiménez.
Muchas veces conversé con “El Negro” y a veces escuché sus anécdotas sobre los momentos finales del Presidente socialista en La Moneda. Ahora confieso que, por efectos de la maquinaria propagandística, en medio de la brutal dictadura pinochetista, entre los periodistas venezolanos surgió una corriente de simpatía hacia el allendismo, que evitaba hurgar en los procedimientos atrabiliarios que destruyeron la democracia. A eso había contribuido la atracción que todavía ejercían los Castro en las juventudes del Continente, además de la leyenda del Ché Guevara.
Hoy, después de haber visto correr tanta agua bajo los puentes, me pregunto entonces adónde conduce el desquiciado estado de cosas reinante en Venezuela, con el gobierno cubano interviniendo sin tapujos en la vida diaria el país. ¿Estaremos ante la posibilidad de un estallido de violencia?
ricardoescalante@yahoo.com No olvido aquella soleada mañana en Caracas, donde yo trabajaba en la parte política de la corresponsalía del diario Panorama. El jefe de redacción era un cubano de magnífico olfato periodístico, Pepe Granda, que escribía en su vieja máquina mecánica con un solo dedo y con una velocidad impresionante, pero con un grave prejuicio: Después de haber vivido los horrores de la ola de fusilamientos, torturas y desapariciones del régimen de los Castro en Cuba, él rechazaba de manera enfermiza hasta la sola mención de lo que era una realidad inocultable. No permitía ninguna referencia a los autoritarios de La Habana.
Pues bien, ese día salí rumbo a la casa nacional de Acción Democrática, en urbanización La Florida, donde conversé más o menos una hora con ese viejo de venerable erudición que era Gonzalo Barrios, que sabía bien lo que eran los totalitarios porque había sido víctima de ellos. En su juventud había ido al exilio por sus luchas contra la dictadura de Juan Vicente Gómez, y después contra la de Marcos Pérez Jiménez. Sus convicciones democráticas estaban bien aceradas y en el Congreso era un formidable polemista, además de diestro negociador político. En aquel momento todavía no habíamos desarrollado la sólida amistad que con el paso de los años llegamos a tener.
Ese día hablamos sobre distintos temas pero, por supuesto, no podíamos ignorar la noticia que sacudió el mundo. Barrios condenó de manera categórica el cruento golpe militar que desde el primer momento hacía temer una prolongada represión, como en efecto fue. También se refirió en términos críticos a la desastrosa situación generada por Allende con su ola de expropiaciones de empresas e invasiones de haciendas, casas y apartamentos; las bandas de terroristas (GAP) que entonces se expandieron, la escasez de alimentos y otros productos y el desconocimiento del acuerdo a que había llegado el Presidente con el Congreso chileno.
Barrios pensaba que la solución podía haber sido otra pero, al mismo tiempo, estaba claro en que los partidos políticos, los empresarios y los sindicatos, habían tenido responsabilidad en el abono del terreno para el ascenso de aquel extremista de izquierda al poder. La entrevista, por supuesto, no se publicó como debió haber sido publicada y apenas salieron algunas cosas sobre otros temas, esencialmente venezolanos. Por eso es imborrable para mí aquel día en que el mundo lamentaba el final de lo que había sido una larga democracia con apariencia sólida.
Las opiniones del entonces presidente de AD revestían un carácter especial no solo por la originalidad de sus enfoques, sino por provenir de quien había dado una lección de civismo al reconocer a Rafael Caldera como ganador de las elecciones presidenciales venezolanas de 1968, pese al dudoso estrecho margen. “Caldera no me derrotó porque sacara 30 mil votos más, sino porque yo no pude demostrar una ventaja de 300 mil”, decía y repetía con gran tranquilidad de conciencia.
Años después, en mi trajinar de reportero de El Universal, en la oficina del entonces jefe de la fracción parlamentaria de AD, Jaime Lusinchi, conocí y traté a Carlos “El Negro” Jorquera, ese inteligente y amable periodista que había sido gran amigo y asesor de prensa de Allende, entonces asilado en Caracas. La firme amistad entre Jorquera y Lusinchi se había iniciado mientras éste vivía en Santiago, huyendo de la persecución política del despótico gobierno de Pérez Jiménez.
Muchas veces conversé con “El Negro” y a veces escuché sus anécdotas sobre los momentos finales del Presidente socialista en La Moneda. Ahora confieso que, por efectos de la maquinaria propagandística, en medio de la brutal dictadura pinochetista, entre los periodistas venezolanos surgió una corriente de simpatía hacia el allendismo, que evitaba hurgar en los procedimientos atrabiliarios que destruyeron la democracia. A eso había contribuido la atracción que todavía ejercían los Castro en las juventudes del Continente, además de la leyenda del Ché Guevara.
Hoy, después de haber visto correr tanta agua bajo los puentes, me pregunto entonces adónde conduce el desquiciado estado de cosas reinante en Venezuela, con el gobierno cubano interviniendo sin tapujos en la vida diaria el país. ¿Estaremos ante la posibilidad de un estallido de violencia?
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