Por pura
casualidad me reencontré con un amigo con quien hace 25 años tomaba
ocasionalmente un par de cervezas en un pub de Londres donde el virtuoso de la
trompeta Humphrey Littlelton y su banda solían tocar jazz y blues. Esta vez
tomamos capuchino en uno de esos Starbucks de Houston y volvimos a hablar sobre
política.
Con sus
flemáticos puntos de vista laboristas, el amigo comenzó por criticar al primer
ministro británico David Cameron por la pérdida de oportunidades frente al
lúgubre panorama económico europeo. Le recordé que a pesar de esos errores la
tasa de desempleo británica no es tan dramática como la española, y que algunos
sectores industriales mantienen sus aires de excelencia. “Si, si. Tienes razón, pero”… Después habló de la vanguardia musical de
algunos grupos y también mencionó artistas plásticos, lo que parecía darle la
razón a mis planteamientos aunque, por supuesto, el conocedor del asunto era
él.
Cuando la
conversación había avanzado, el personaje cambió el tercio para entrar en lo
que se suponía era de mi incumbencia. Le hablé de abusos de poder, inseguridad
personal y jurídica, aguas contaminadas, secuestros express, falta de leche e
invasiones a haciendas, edificios y hoteles, de desempleo y cifras maquilladas
sobre crecimiento económico. Me preguntó
por los hospitales y por los magníficos planes de cooperación internacional
asociados a ideas revolucionarias.
Pero cada
vez que mi relato entraba en calor era interrumpido por el flemático amigo con advertencias
sobre las nefastas influencias del capitalismo maléfico que, desde avanzados
laboratorios de la CIA y de Scotland Yard, ahora hasta teledirige enfermedades
malignas y paraliza los efectos maravillosos de ciertos tratamientos médicos. Y
exactamente como lo había hecho hacía un rato al hablar sobre el conservador
Cameron, con un rápido giro de lenguaje confesó haber tenido versiones
diplomáticas sobre enormes barcos repletos de radios, televisores, licuadoras,
computadoras y otros adminículos chinos, destinados a facilitar resultados
electorales revolucionarios.
!Era increíble!.
Su perorata bien razonada me ponía a dudar. Como arma contundente, este británico
con aureola de autosuficiencia sacaba a relucir el argumento de los cargamentos
gratuitos de combustible para ayudar a los pobres de Londres a sobrellevar las
dificultades de crudos inviernos, en la época en que un alcalde a quien
llamaban “Red Ken” acogía los principios revolucionarios bolivarianos. El “Red” Ken Livingston, que no era ni militar
ni golpista, se las ingeniaba para que el rostro de “Hugo I” fuera pintado en
los autobuses rojos rojitos de dos pisos.
“¡Qué tiempos aquellos!”, suspiró mi irónico amigo.
Ya para
despedirse el británico levantó un índice, me apuntó y disparó: “Tu país no
existe. Tienes que ser pragmático: arrímate al chavismo y píde un cargo diplomático
para que vivas feliz en Londres, aunque el exquisito Humphrey Littelton ya no
existe”…
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