Hay libros bien documentados y aún mejor escritos que se venden masivamente en un momento dado pero, por razones comerciales, las empresas editoriales dejan de reimprimirlos sin considerar la importancia de los temas y la delicia del lenguaje. Y ese, precisamente, es el caso de uno ya amarillento que acabo de releer, originalmente escrito en francés a cuatro manos por un prestigioso profesor de Medicina en Ginebra y por un periodista especializado en temas de salud, editado en español por Plaza & Janes en 1977.
El asunto que ocupaba al doctor Pierre Rentchnick y a Pierre Accoce resultaba tan controversial que, además, los llevó a escribir artículos y participar en eventos sobre el derecho y la facultad de los médicos para guardar el secreto profesional cuando se trataba de pacientes en cuyas manos estaba el destino de los pueblos. Y una cosa que siempre planteaban era que los jefes de Estado deberían ser sometidos a exámenes periódicos, y los médicos deberían tener la potestad de dictaminar: “No, señor Presidente, usted no está en condiciones de seguir gobernando”...
Pero, claro, eso no se ha visto o cuando menos no se ha conocido, porque lo usual es que los médicos pasen a formar parte de grupos simpatizantes de la tendencia de los líderes o porque rápidamente se convierten en sus amigos y hasta terminan obteniendo beneficios de la aproximación al poder. Ya al final de la obra en referencia, aparece la anécdota de la actitud irresponsable de Lord Moran en momentos cruciales, al sacrificar el interés de Inglaterra en beneficio de su paciente Winston Churchill, al olvidar incluso que había sido designado por el Gabinete de guerra para vigilar la salud del primer ministro.
Los pueblos son sometidos a veces a la voluntad de líderes enfermos que defienden interminablemente su ambición y la de quienes los rodean, sin valorar las consecuencias. Accoce y Rentchnick contaban que el ex primer ministro británico Anthony Eden una vez había asegurado que si al responsable de una tarea capital le diagnosticaban graves trastornos cardíacos o cáncer, podía proseguir en sus labores hasta el límite de sus fuerzas. Pero, por supuesto, todavía hoy tiene lugar la pregunta acerca de si el criterio de Eden era justo y razonable.
Chou En-lai, el hombre que por muchas décadas envolvió en guantes de seda el puño de acero de la revolución china, ya deteriorado por la vejez se resistía a abandonar el cargo de primer ministro a pesar de que el cáncer lo había venido minando durante un buen tiempo. Con formas intelectuales de fina factura y trato amable, Chou era culpable directo de las atrocidades que ordenaba y cometía otro enfermo aun más poderoso: Mao Tse Tung. El libro toca también casos de locos despiadados como Hitler, dictadores como Francisco Franco y Benito Mussolini y del presidente John F. Kennedy, quien a pesar de su juventud tenía que pasar días enteros en cama a consecuencia de dolores ocasionados por una vieja lesión en la columna vertebral. “Aquellos enfermos que nos gobernaron” no pierde vigencia a pesar del tiempo transcurrido.
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