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sábado, 21 de abril de 2012

Vuelta a la infancia

Con un enorme retardo en mi vida he comenzado a leer a ese delicioso escritor hebreo Amos Oz, y lo he hecho con Una historia de amor y oscuridad, un voluminoso libro autobiográfico cuyos relatos inevitablemente me han llevado a reflexionar sobre mi vida, lo que he sido y lo que he dejado de hacer.  Y lo confieso con la tristeza de saber que ya no puedo dar marcha atrás.

A través de su obra, Amos Oz narra cómo en medio de las privaciones, sufrimientos y felicidades del seno familiar, desde temprano se apegó a los libros y trataba a veces de encontrar soluciones a situaciones irremediables pero que, al mismo tiempo, ya mostraban disciplina para encausar el razonamiento. Explica los mecanismos de su ingenuidad infantil en la búsqueda de lo sublime.

Y aunque nada hay en que pueda parecerme al erudito señor Oz y tampoco lo pretendo, con Una historia de amor y oscuridad repentinamente me descubro repasando algunos momentos de la infancia que me marcaron de manera definitiva. Uno ocurrió cuando a mis once años, al salir de la escuela en las tardes yo iba a trabajar al taller de carpintería que mi padre tenía en la Carrera 8 de San Cristóbal, a pocos pasos de la Plaza Bolívar, donde en las tardes ocurrían las tertulias de un pequeño grupo de paisanos.

Uno de los asistentes regulares era un amigo de mi padre que el 23 de enero de 1958 había salido de los calabozos de la Seguridad Nacional en Caracas y con gran alborozo había celebrado la caída del brutal dictador Marcos Pérez Jiménez, para luego ir a vivir al Táchira. Ese señor recordaba incluso los nombres de sus verdugos, que le arrancaban las uñas, le aplicaban descargas eléctricas en los testículos hasta dejarlo inconsciente, lo paraban descalzo sobre rines de autos, le quemaban el rostro y los brazos con cigarrillos. Caminaba con grave dificultad porque le habían roto los huesos de la cadera y de las piernas a golpes, sin que médico alguno lo hubiese atendido porque la crueldad lo impedía.

Esas descripciones y los relatos de la persecución policial a causa de sus luchas políticas, me mantenían en vilo y me hicieron rechazar desde temprano el significado de la bota militar.  Un buen día mi padre recibió la llamada en la cual le informaron el suicidio de aquel señor que había pagado un alto precio por razones de conciencia. El aparato represivo de la dictadura militar de derecha le había despedazado todo aliciente de vivir. Ya nada tenía sentido.

Desde entonces he experimentado un cada vez mayor desprecio por los regímenes militares y militaristas, porque siempre conducen a procedimientos de represión y otros abusos que invariablemente tratan de disfrazar con caretas electorales. Y aunque conceptualmente hay grandes diferencias entre las dictaduras de derecha y las de izquierda, para mí siempre representan lo mismo y de manera natural digo ¡No!  Por eso ahora, a medida que avanzo en la obra de Amos Oz, me resulta imposible no recordar a aquel amigo de mi padre.

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