Con un
enorme retardo en mi vida he comenzado a leer a ese delicioso escritor hebreo
Amos Oz, y lo he hecho con Una historia
de amor y oscuridad, un voluminoso libro autobiográfico cuyos relatos
inevitablemente me han llevado a reflexionar sobre mi vida, lo que he sido y lo
que he dejado de hacer. Y lo confieso
con la tristeza de saber que ya no puedo dar marcha atrás.
A través de
su obra, Amos Oz narra cómo en medio de las privaciones, sufrimientos y
felicidades del seno familiar, desde temprano se apegó a los libros y trataba a
veces de encontrar soluciones a situaciones irremediables pero que, al mismo
tiempo, ya mostraban disciplina para encausar el razonamiento. Explica los
mecanismos de su ingenuidad infantil en la búsqueda de lo sublime.
Y aunque
nada hay en que pueda parecerme al erudito señor Oz y tampoco lo pretendo, con Una historia de amor y oscuridad repentinamente
me descubro repasando algunos momentos de la infancia que me marcaron de manera
definitiva. Uno ocurrió cuando a mis once años, al salir de la escuela en las tardes yo iba a
trabajar al taller de carpintería que mi padre tenía en la Carrera 8 de San
Cristóbal, a pocos pasos de la Plaza Bolívar, donde en las tardes ocurrían las
tertulias de un pequeño grupo de paisanos.
Uno de los
asistentes regulares era un amigo de mi padre que el 23 de enero de 1958 había
salido de los calabozos de la Seguridad Nacional en Caracas y con gran alborozo
había celebrado la caída del brutal dictador Marcos Pérez Jiménez, para luego
ir a vivir al Táchira. Ese señor recordaba incluso los nombres de sus verdugos,
que le arrancaban las uñas, le aplicaban descargas eléctricas en los testículos
hasta dejarlo inconsciente, lo paraban descalzo sobre rines de autos, le
quemaban el rostro y los brazos con cigarrillos. Caminaba con grave dificultad
porque le habían roto los huesos de la cadera y de las piernas a golpes, sin
que médico alguno lo hubiese atendido porque la crueldad lo impedía.
Esas
descripciones y los relatos de la persecución policial a causa de sus luchas
políticas, me mantenían en vilo y me hicieron rechazar desde temprano el
significado de la bota militar. Un buen
día mi padre recibió la llamada en la cual le informaron el suicidio de aquel
señor que había pagado un alto precio por razones de conciencia. El aparato represivo de la dictadura
militar de derecha le había despedazado todo aliciente de vivir. Ya nada tenía
sentido.
Desde
entonces he experimentado un cada vez mayor desprecio por los regímenes
militares y militaristas, porque siempre conducen a procedimientos de represión
y otros abusos que invariablemente tratan de disfrazar con caretas electorales.
Y aunque conceptualmente hay grandes diferencias entre las dictaduras de
derecha y las de izquierda, para mí siempre representan lo mismo y de manera
natural digo ¡No! Por eso ahora, a
medida que avanzo en la obra de Amos Oz, me resulta imposible no recordar a
aquel amigo de mi padre.
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