En julio de 1979 estaba yo en Bagdad cuando Sadam Hussein
desplazó de la presidencia al viejo Ahmed Hasan Al-Bakr, para dar comienzo a un
régimen arbitrario que se convirtió en pesadilla para su país, para el Medio
Oriente y el mundo. Recorrer varias ciudades del Irak de contrastes fue una
buena experiencia periodística, aunque desprovista de contactos con miembros
del gobierno y menos de la aniquilada oposición.
El mismo Al-Bakr habló de las dolencias físicas como
causa de su renuncia, pero círculos diplomáticos y algunos analistas ataban
cabos y sostenían que el poder presidencial estaba disminuido. El verdadero
hombre fuerte era el vicepresidente. No había decisión que escapara a sus
designios.
En aquel viaje coincidí con Armando Durán, quien entonces
estaba al frente de El Diario de Caracas. Ambos fuimos invitados por la
embajada de Irak en Caracas a través de su entonces jefe de prensa, Nabil
Naser, un sirio simpático que había tenido la oportunidad de cultivar la
amistad de Hussein, además de declarado partidario de la fusión de su país con
Irak.
Por imposición del autócrata, un año antes los partidos
políticos habían sido proscritos, con excepción del oficialista Baaz, cuyo único
propósito era servir de caja de resonancia al líder. Cada año la revolución
gastaba petrodólares en actos programados para periodistas de todo el mundo,
con la intención de proyectar su inexistente obra, en un ambiente cargado de la
inestabilidad tanto interna como de la región.
Un día tres periodistas latinoamericanos quisimos observar
el interior de algunas mezquitas adornadas de larga historia, incluyendo
aquella en que el ayatolá Jomeini había oficiado en sus tiempos de exilado. Subimos
a una azotea para ver el patio de una de ellas mientras transcurrían honras
fúnebres en medio de las elevadas temperaturas de la época, pero la cosa se
convirtió en apremio porque cimitarra en mano e insultos en árabe, alguien
comenzó a perseguirnos. En la carrera
nos encontramos con un hueco de algo menos de metro y medio y unos 7 ó 10
metros de profundidad, que de manera inevitable tuvimos que saltar. Fui el
último, obligado por la cercanía de aquel bárbaro enfurecido. Así, sin tener
idea de lo que habíamos hecho mal, logramos regresar al hotel Agadir.
A partir de aquellas peripecias seguí con atención los delirios
de grandeza, la carrera armamentista, las fallidas invasiones a Irán y Kuwait, la
opresión y otras sinrazones del gobierno de ese trastornado que se llamó Sadam
Hussein. Y como todo el mundo, un mal día también yo quedaría estupefacto al
ver imágenes del “Comandante Supremo” mientras abrazaba y condecoraba a Sadam
Hussein en nombre de Simón Bolívar y de los venezolanos.
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