Era yo un pichón
de periodista en San Cristóbal cuando conocí a Pompeyo Márquez en noviembre de
1970, mientras él recorría el país con sus explicaciones sobre las causas de la
ya inevitable división del Partido Comunista de Venezuela, que dio origen al
Movimiento Al Socialismo (MAS).
Márquez estaba
entonces en su tránsito hacia algo distinto, deslastrado de aquel comunismo
internacional de tiesos y viciados dogmas que tenían a Moscú como su Meca. Las
atrocidades soviéticas y las proclamas contrarias a la razón, lo empujaron a
ser uno de los protagonistas principales del debate interno en el PCV, mientras
las contradicciones se profundizaban en Europa del Este y la represión
aumentaba.
La desilusión
había comenzado mucho antes, al descubrir que a su familia la tenían como en un
campo de concentración en la capital rusa, mientras él era un perseguido
político. Poco a poco Pompeyo iba descubriendo que una cosa eran las palabras y
otra las realidades del imperialismo comunista, con lo cual se enriquecía su
espíritu crítico.
Con los años yo
pasaba de un periódico a otro y, así, en la misma medida nos convertíamos en
amigos. Recuerdo que en uno de nuestros tantos almuerzos en restaurantes de La
Candelaria y Altamira, él agitaba sus enormes manos de gladiador a ritmo del
relato de su participación en el XX Congreso del Pcus, en aquel gélido febrero
de 1956, cuando Nikita Kruschev pronunció el largo e impactante discurso con
denuncias de la crueldad ilimitada de Stalin contra su propio pueblo.
La hipocresía
comunista era tan grande, que a las delegaciones extranjeras no se les permitió
asistir a esa histórica sesión. En el
instante en que Kruschev describía las atrocidades del régimen del cual había
sido miembro prominente, Pompeyo, al igual que los demás invitados del exterior,
eran llevados en un engañoso recorrido por lugares turísticos de la ciudad,
mientras escuchaban las explicaciones de esos guías entrenados para decir
medias y torcidas verdades históricas.
En otro de nuestros almuerzos, en compañía del
común y apreciado amigo Pedro Llorens, pasábamos revista a la lista de
dictadores que con inteligencia y buena carga de cultura han tenido habilidad
para esconder en guante de seda el puño de acero. Ahí él recordó entonces
ciertos detalles de un encuentro suyo en Pekín con un hombre de finos modales,
vastos conocimientos y sin corazón para derramar una lágrima a la hora de
mostrar su dureza: Chou En Lai.
En 1998 luchó en
el MAS contra la tesis oportunista de respaldar la
candidatura presidencial de Hugo Chávez. Advirtió con firmeza el peligro que
para el país representaba un militar golpista cuyas intenciones totalitarias
eran evidentes, pero se impuso la tesis pragmática, el negocio político. Ahí
llegó su otra gran desilusión, porque el partido que en sus inicios había prometido algo fresco,
nuevo en el terreno de la confrontación de las ideas, se desmoronaba en medio
de su postura clientelar, con graves desviaciones. En ese mismo momento Pompeyo
y Teodoro Petkoff se separaron del partido, aunque no de la refriega diaria.
Antes, cuando el
segundo gobierno de Rafael Caldera (1993-1998) se tambaleaba con sus terribles
inconsistencias, aceptó apoyarlo como una manera de sostener el régimen
democrático. Lo hizo a pesar de las torpezas antisistema de Caldera, que dieron
al traste con la etapa de 40 años de vida democrática venezolana.
En los tantos
años de trayectoria política, en los cuales ha escrito libros e infinidad de
artículos de opinión, Pompeyo Márquez ha cultivado la imagen del dirigente
combativo y a la vez tranquilo con su conciencia, respetado incluso por quienes
ha adversado sin vacilaciones. Por eso, rindo homenaje a mi buen amigo Pompeyo
Márquez por su valiente e inagotable capacidad autocrítica.
@opinionricardo
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