La política tiene
facetas e interpretaciones inagotables. Unos la ejercen de una manera, otros de
otra. Hay quienes la entienden como vocación de servicio público y defienden la
confrontación de las ideas y hay, por supuesto, quienes la utilizan como
escalera para trepar en la búsqueda de intereses personales, sin que nada les
importe. Se valen de cualquier instrumento y, así, en el camino dejan un cementerio
de compañeros y frustraciones. A veces ni siquiera saben que su realidad es una
gran mentira adornada con hechos tercos.
En Acción
Democrática -el partido político más importante en la historia venezolana, con
cinco presidentes de la República y con aportes indiscutibles a la formación de
generaciones democráticas y al desarrollo del país-, había dirigentes de
grandes cualidades, pero ahí también cohabitaban los dominados por vicios y
errores que afectaron la credibilidad de un sistema cuyos vidrios todavía no
han sido recogidos.
Pues bien, conocí
a Luis Alfaro Ucero a principios de los años setenta, mientras me desempeñaba
como reportero del diario El Carabobeño en Caracas. Él era parlamentario y aún
no había llegado a la secretaría nacional de organización de AD, cargo que
luego utilizó para hacer elegir sus hombres de confianza al frente de las
seccionales del partido. Era un personaje de pocas palabras, de
disciplina de hierro en el trabajo organizativo, que reclamaba acatamiento
pleno a su voluntad. Le incomodaban
aquellos con criterios propios.
Sin que casi
nadie se percatara, él hizo crecer a su alrededor una fauna de adoradores que
lo llamaban “caudillo”, le rendían pleitesía y hasta le regalaban quesos
llaneros, dulces de lechosa y otras cosas…
Durante un buen tiempo los grandes líderes del partido no vieron en él
un competidor por la sencilla razón de que no le interesaban los libros, su
nivel cultural era escaso. Carecía de discurso y de carisma. No estudió y sus
actuaciones políticas eran instintivas, pero tenía habilidades para poner a su servicio
a muchos inteligentes que trataban de sacar provecho de su control férreo de la
maquinaria.
Mientras Rómulo
Betancourt, Gonzalo Barrios, Carlos Andrés Pérez y otros estaban en el
protagonismo, Alfaro se movía con sigilo, sin pisar conchas de mango y, por
supuesto, eso ocurría sin que nadie adivinara lo que ese personaje de pequeña
estatura física y traje siempre gris, llevaba por dentro. Así pasaron los años.
Más tarde
ascendió a la secretaría general y desde ahí, ya convertido en hombre fuerte, accionaba
los resortes del aparato contra quienes dejaban colar sus ambiciones de
liderazgo. Los iba liquidando uno a uno, comenzando por el entonces presidente
del partido, Humberto Celli. A eso no pudieron escapar jóvenes como Héctor
Alonso López, Antonio Ledezma, Claudio Fermín y tantos otros. Hacía
depuraciones de los registros de militantes del partido para asegurar su
mayoría interna, mientras el país avanzaba hacia una realidad terrible.
Al comenzar 1998
el país estaba encandilado por una reina de belleza con mucho pelo y pocas
ideas. Las encuestas lo decían, mientras
el golpista Hugo Chávez Frías aparecía con apenas 6 y 7 por ciento de simpatías. Alfaro, con más de 70 años, quería ser
Presidente de esa Venezuela diferente a la de la década de los cuarenta -cuando
él llegó a ser constituyentista-. Se creía escogido por los dioses para ser
sucesor de Rafael Caldera. Además,
Caldera y él habían coincidido en ciertas jugadas políticas malolientes.
Muchas veces
desayuné con el “caudillo” en un restaurant estilo suizo situado en el sótano
del Hotel Crillón, que el destino convertiría en cuartel de agentes de
inteligencia cubanos. Luego dejó de atender mis consultas periodísticas, como
consecuencia de un artículo que publiqué dos semanas después de su proclamación
como candidato presidencial de AD, en el cual señalaba sus errores y avizoraba
lo que a la postre fue el desastre político que lo devoró y hundió en el
anonimato definitivo.
Evidencia de que
la realidad de Alfaro había estado poblada de ficciones tercas, fue lo ocurrido
el viernes 27 de noviembre de 1998, cuando todo el mundo sabía que Chávez
ganaría las elecciones presidenciales.
Ese día AD reunió su comité directivo nacional para retirar el apoyo al
candidato que había sido escogido en medio de alabanzas.
Luis Alfaro Ucero
dijo allí: “Ustedes me eligieron candidato, y cuando lo
hicieron sabían que yo tenía 77 años y que en las encuestas aparecía con solo
0,04 por ciento… Los intelectuales que aquí están conocían muy bien mi limitada
formación, pero aun así no dijeron nada. Ahora soy candidato por decisión de
ustedes y prefiero una derrota digna a una renuncia humillante”…
PD. Escribo este
artículo al ver que en las redes sociales abundan las alabanzas a quien fue un
nefasto personaje que condujo a su partido por senderos nefastos y cercenó la
posibilidad de desarrollo de nuevos líderes.
Por situaciones como las que he descrito, se vino abajo un sistema cuyas múltiples virtudes no pueden ignorarse ahora.
Twitter: @opinionricardo
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