Ricardo Escalante, Texas
El
inexorable final del gobierno autoritario de Hugo Chávez en Venezuela plantea
incógnitas nada halagüeñas, que ni siquiera se podrían aclarar a corto o
mediano plazo en el muy difícil supuesto del ascenso de un líder opositor al
poder. Los días o semanas de Chávez están contados.
Durante el
último año y medio Chávez ha aparecido en televisión con el rostro abotagado de
los malos boxeadores, con el pelo negro humo recién pintado, aplaudido por
seguidores tolerantes frente a sus fingidos aprestos físicos. De manera súbita ha
desaparecido porque los insoportables dolores del avance del mal lo avientan
hacia Cuba, donde médicos no cubanos lo parapetean. No lo curan porque eso es
imposible y, además, todos saben que en el teatro siempre hay un acto final. De
allí que debamos hablar sobre lo que sigue, porque el mundo no se detiene con un
frenazo, como si fuera uno de esos autobuses del Metro de Caracas, que Nicolás
Maduro manejaba con dudosa destreza.
El
trastorno causado a los cimientos institucionales durante estos 14 años ha sido
de tal envergadura, que cualquier esfuerzo sería insuficiente para recuperar la
moral colectiva y los valores democráticos indispensables para garantizar un
clima de convivencia. De manera lastimosa, en los adversarios del chavismo
apenas se nota una utopía de unidad y armonía aunque, como es obvio, las
urgencias son cada vez más impostergables.
En el
aspecto económico el caos es tal, que habría que comenzar por la inmensa labor
de determinar el monto de la deuda total contraída con irresponsabilidad por
Chávez. Nadie, ni siquiera en el gobierno, tiene idea del tamaño real de los
compromisos adquiridos en medio de la corrupción y el despilfarro sin
precedentes. Hay quienes estiman en cerca de 300 mil millones de dólares la
cifra total de esa deuda, contraída, además, en términos desventajosos para la
República.
En los
próximos años, parte importante de las exportaciones petroleras estará
destinada a cubrir ventas a futuro a China y otros países. El dinero fue
recibido y derrochado en planes de “solidaridad” con Cuba, Bolivia, Nicaragua, Ecuador
y otros países, en desaforadas compras de armas y en misiones sociales cuya
efectividad verdadera está por verse. A ello se suma el deterioro de las
instalaciones de PDVSA por falta de mantenimiento adecuado y por el uso de personal
no calificado.
El Estado
tendría que resarcir a mediano y largo plazo -cuando menos parcialmente-, los
agravios cometidos contra el sector privado por las masivas expropiaciones e
invasiones promovidas y organizadas desde Miraflores y, de manera simultánea,
dar seguridad jurídica plena para la repatriación de capitales y para las
inversiones extranjeras. De esa manera se estimularía la creación de fuentes de
trabajo y de bienestar general.
En lo
político, el país está urgido del restablecimiento de una atmósfera de
pluralidad de ideas y de igualdad de oportunidades para el renacimiento de un
sistema de partidos políticos y, probablemente, se requeriría la convocatoria
de una nueva asamblea nacional constituyente para revertir la concentración de
poder creada por Chávez. Es necesaria la
separación de poderes que abra cauce a la democracia efectiva.
En lo
social, sería saludable proveer planes de asistencia de salud, vivienda, etc,
y, al mismo tiempo, abolir el corrupto sistema de dádivas implantado desde Cuba
para dar perpetuidad a Hugo Chávez. Todas
estas cosas obligarían al esfuerzo excepcional de un verdadero gobierno de
concentración nacional, que permita adelantar los cambios con estabilidad y de
manera programada para evitar la posibilidad de golpes de Estado.
No obstante,
y como diría Cantinflas, el detallito está en la quimérica idea de lograr la
victoria frente al candidato escogido a dedo por el autócrata Hugo Chávez.
Propósito nada fácil para una oposición que se bambolea entre el escepticismo y
la mezquindad de ciertos líderes (comenzando por Capriles Radonsky), a pesar de
las contradicciones del régimen y de la incapacidad estructural del candidato
chavista para pensar y hablar a la vez. Nicolás Maduro es un panglosiano o, en
lenguaje vernáculo, un ignorante audaz. ¿Cómo decirle a los venezolanos que
vuelvan a votar por la oposición porque esta vez sí tendrán un candidato con
inteligencia y cojones?
En el muy
factible escenario de la victoria de Maduro, el chavismo continuará en el poder
pero mediatizado por la pesada herencia económica que lo empujará a dolorosas
decisiones para paliar el astronómico déficit fiscal: devaluación brutal,
incendiario aumento del precio de la gasolina, recorte de las misiones y poda
de la desquiciada burocracia, entre otras.
Y, como si eso fuera poco, las
disputas entre los sectores militar militarista encarnado por el presidente de
la Asamblea Nacional, Diosdado Cabello, y el civil comunista de Maduro,
conducirán a redistribuciones de la torta burocrática y a grandes negocios. ¡Corrupción!
La ambición de Cabello es inmensa y respaldada por oficiales de la Fuerza
Armada y por gobernadores y alcaldes que él controla, lo que plantea la amenaza
cierta de un levantamiento militar.
Aunque ungido por la voluntad de Chávez, Maduro es intrínsecamente débil
y le acechan serios riesgos.
La profusión
de afiches vistos en las principales ciudades venezolanas a mediados de 2011 -cuando
Chávez viajó a Cuba en uno de apremios de salud-, ilustra el tamaño de las
agallas de Cabello. “!Diosdado Presidente!”, era la desesperada consigna de
poder. Y aun antes, cuando se desempeñó
como Vicepresidente, el enriquecido Cabello ya se hacía llamar “Presidente
Ejecutivo”, cosa que despertaba sospechas en el autócrata criollo y en Fidel
Castro. Pero como golpista fracasado que ha sido, él sabe que en
sus objetivos no se descartan opciones. ¡Que Dios nos agarre confesados!
No hay comentarios:
Publicar un comentario