Ricardo Escalante
El descalabro sufrido
por la oposición venezolana el pasado domingo tiene muchas aristas que deben
ser examinadas con especial atención si queremos aprender la lección. Y una de esas
aristas es el porcentaje de abstención y sus causas.
El interés por concurrir
a los procesos regionales siempre es menor al de los presidenciales, a pesar de
que no debería ser así porque atañen a cargos relacionados con los problemas
más cercanos a la gente. Claro está, en los presidenciales surgen
polarizaciones inevitables, con campañas mucho más costosas y uso excesivo de
los medios de comunicación nacionales, lo que anima a los electores.
En las elecciones regionales
los candidatos suelen ser menos conocidos y hasta impuestos por maquinarias
partidistas, o nacen de primarias que de manera automática ocasionan heridas
difíciles de cicatrizar. A esto se suman los rechazos naturales a aspirantes de
escaso prestigio por múltiples causas, entre las cuales destacan las acusaciones
de corrupción, de sectarismo y hasta de incapacidad.
Ahora bien, en el caso
específico del domingo pasado la abstención –según cifras oficiales- fue la más
baja desde que en el país los gobernadores se escogen mediante el voto
universal, directo y secreto de los ciudadanos (38.86 por ciento). En 2012 fue
de 47.06 por ciento, en 1998 de 45.6 por ciento, en 1995 de 53.8 por ciento, en
1992 de 50.7 por ciento y en 1989 de 54.9 por ciento.
A pesar de lo dicho en
contrario por dirigentes opositores en las semanas previas a los comicios, nadie
ignoraba las estadísticas de la poca participación de los venezolanos en las
contiendas precedentes del mismo tipo. Había encuestas anunciadoras de una
votación inferior a la obtenida en las parlamentarias de diciembre 2015, los
descontentos con las actuaciones de la MUD saltaban a la vista y había un
elevado número de emigrantes. Lo que no está todavía documentado es la manipulación
directa de los escrutinios por parte del gobierno, pero fueron muchos los
afectados por distintos tipos de triquiñuelas y las denuncias abundan.
La MUD equivocó el
discurso al decir que era indispensable concurrir a las votaciones “para no
ceder espacios” y al amenazar con discriminaciones odiosas a quienes no
participaran. Ahora, por supuesto, cabe
preguntarse por qué en la Mesa de la Unidad Democrática había tanto interés en
“no ceder espacios”, pero como en política no existen ingenuidades es lógico
suponer un “juego a tres bandas”, como en el billar: si no competían ahora pues
no encontrarían justificaciones para postularse a las presidenciales del 2018.
De la misma manera,
las contradicciones de la MUD y su ausencia de reacciones categóricas contra el
CNE y contra el gobierno bien pudieran tener la misma explicación: son harto
conocidas las múltiples aspiraciones presidenciales y las peleas, unas veces
disfrazadas y otras a cuchillo limpio, entre las organizaciones políticas ahí
reunidas. Desde el domingo solo hemos visto reacciones firmes de ciertos
candidatos pero no de la MUD en su totalidad.
Con mucha anticipación
se tenían pruebas de la farsa del CNE para distraer votos, del mecanismo burdo
de las migraciones de electores, presiones a empleados públicos y a
beneficiarios de servicios sociales, y hasta del uso de colectivos armados y
guardias nacionales para atemorizar a diestra y siniestra. ¿Quién olvida las afirmaciones hechas hace
poco por Smartmatic desde Londres? ¿Quién olvida como al alcalde Antonio
Ledezma y a los gobernadores les quitaban atribuciones y les cortaban
presupuestos? El fraude ocurrió el domingo pese o con la MUD y sus dirigentes.
Lo demostrado de
manera fehaciente es que la dictadura llegó con el “Comandante Supremo” y no
saldrá del poder por la vía electoral, cosa ya advertida con antelación. Ahora hemos visto no sin asombro a algunos
deseosos de “vender el sofá”, como si el admirable Luis Almagro hubiese sido el
gran culpable de las metidas de pata. Ojalá la lección sirva para algo.
¿Aprenderemos algún día?
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