Cuando llegó
a Ciudad de Guatemala, Valerie Julliand, la responsable de la ONU en el pequeño
país centroamericano, vio las cosas con desaliento porque en la calle
prevalecían la impotencia y el conformismo. Nada presagiaba cambios en aquel
pequeño país con historia repleta de dictaduras feroces y corrupción, pero la
lucha persistente desembocó en la esperanza que ahora todos celebran.
Lo que
existía daba apenas para reconfortarse en los textos de Asturias y Monterroso,
guatemaltecos de letras que lucharon contra dictaduras y tuvieron que morder exilios
prolongados. El espacio solo era suficiente para cobijarse en el cuento más
breve del mundo: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba ahí”, de Monterroso. Muchos se preguntaban si el dinosaurio o, tal
vez mejor, el diablo eran los militares espoliadores de esa hermosa y a la vez
pobre nación.
El
vociferante general Otto Pérez Molina ya no está ahí o, mejor aún, está
enrejado ahí porque el cúmulo de pruebas en su contra es demoledor, porque el
pueblo se lanzó a las calles para exigir su renuncia y las instituciones
actuaron de manera ejemplar. De manera súbita Guatemala se convirtió entonces
en un respetable y envidiable ejemplo, demostración de que el mando no podía
seguir en manos de antojadizos y corruptos hasta el fin de los días. Pero, por
supuesto, ahora la esperanza se llena de desafíos que reclaman pulcritud,
justicia y mucha vigilancia para no volver atrás.
Con su
cultura monumental, el viejo Asturias, fallecido hace más de 40 años, dijo y
repitió que los dictadores de corte bárbaro aparecían en países propensos a la
mitología y, así, con esas mismas palabras se lo dijo a Luis Harss, quien lo
consignó en Los nuestros (editorial Sudamericana, 1966), libro reconocido como la
biblia del boom de la literatura latinoamericana. El viejo habló entonces de
las condiciones en que el mito florecía y citó los casos de México, Guatemala,
Ecuador, Bolivia, Perú, Venezuela, Cuba y Haití.
Hoy más que
nunca el juicio del centroamericano está vivito y se levanta contra los
regímenes despóticos de Nicolás Maduro y su compinche Diosdado Cabello, en
Venezuela; de Correa, en Ecuador; de los Castro, en Cuba; del sádico Daniel Ortega,
en Nicaragua; y otros más en el Continente, para ponerlos en salmuera porque
tienen los días contados. Su sábado les llegará e irán a parar a la cárcel con
todos sus huesos.
Ahora Valerie
Julliand remarca el papel cumplido por la comisión de la ONU que destapó el
escándalo, hecho que ha venido a demostrar que las organizaciones
internacionales dejaron de estar pintadas en la pared, y que el concepto de
soberanía es argucia de dictadores para esconder sus trapos sucios.
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