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viernes, 26 de junio de 2015

Así era Pedro Llorens

Ricardo Escalante
Pedro Llorens en la redacción de El Universal
En esa vida nada misteriosa y rica en variadas experiencias de los periódicos, hay personajes que destilan frases unas veces sutiles, otras mordaces, con títulos directos a los ojos y al corazón de los lectores. Y no es exagerado decir que ellos tienen el privilegio de influir en la opinión pública con modestia y sentido de responsabilidad, tal como Pedro Llorens lo hizo por más de cinco décadas.

Llorens era eso, un inagotable trabajador intelectual, honesto a toda prueba, con olfato especial para llegar a la noticia y calibrar de antemano el potencial de sus consecuencias. Un ciudadano que cumplía de manera ejemplar sus responsabilidades y contribuía sin jactancias a la formación de nuevas generaciones de reporteros. Contrariamente a la esencia de la profesión, se dejaba empujar por la timidez para rechazar la posibilidad de su propia exposición al público.

Lo conocí a comienzos de 1973 en El Universal, cuando yo venía de Panorama.  Así nos hicimos amigos. La mayoría de las veces teníamos enfoques coincidentes aunque, por supuesto, también discrepábamos. Era un huraño devorador de libros, ubicado en el campo ideológico de la izquierda aunque amplio, ácido reconocedor del error de aquellos compañeros de generación que participaron en la aventura guerrillera de los años 60 y 70. De igual manera objetaba hasta por razones ancestrales los extremismos de derecha, porque su padre, el filósofo y escritor Rodolfo Llorens, había sufrido en pellejo propio los atropellos que lo lanzaron al exilio al finalizar la guerra civil española.  Así llegó el catalán Pedro Llorens a Caracas cuando apenas rondaba los cinco años.

Con Ramón J. Velásquez en el despacho presidencial de Miraflores
A esa temprana edad y luego en la adolescencia escuchó las sabias conversaciones de don Pedro Grases, otro ilustre desterrado que llegó para siempre con sus aportes excepcionales a la vida universitaria y cultural de Venezuela. Grases y Rodolfo Llorens compartían las inquietudes intelectuales que enrumbaron a Pedro Llorens.

Era un periodista completo, que durante más de 30 años se movió con soltura en la redacción de El Universal y después en El Nacional, porque no se le escapaba ningún detalle. Examinaba con lupa cuanto pasaba por su mesa y por sus manos, incluso esas notas anodinas que de antemano estaban condenadas al cesto de la basura.

En las casi dos décadas en que trabajamos juntos en El Universal, en muchas ocasiones fuimos testigos de acontecimientos que nos ponían en carreras y nos trasnochaban y, por qué no decirlo, tampoco faltaron hechos que nos dejaron el sabor amargo de no haberlos aireado en público de manera suficiente. Era un profesional a dedicación exclusiva del periódico, hasta el día en que el insondable y complicado Andrés Mata tuvo la ocurrencia de darle una patada porque olía al ex director Luis Teófilo Núñez Arismendi, en cuya época los trabajadores recibíamos magnífico trato y mejores salarios.

Con exquisita fibra humana, en ese momento Pedro desoyó el consejo de un amigo abogado que le sugirió plantear en tribunales los reclamos insatisfechos de  tantos años que había dejado atrás y que ya no volverían. Para Llorens el dinero no significaba nada y la dignidad lo valía todo, tanto como sus pocos y escogidos amigos. Luego coincidimos en El Nacional y nuestros vínculos siguieron imperecederos.

Después de una dura jornada, muchas veces recalábamos en bares buenos y malos, con César Messori, Olmedo Lugo, Leopoldo Linares, Omar Pérez y otros, para regresar más tarde con sudores fríos, dolores de cabeza y el tufo levantisco que aplacábamos con dos cervezas a la hora del almuerzo. “Compadre, esta noche chocaremos otra vez los cristales”, le decía Olmedo a manera de desafío. Llorens levantaba la cabeza, lo miraba, encendía un cigarrillo y a secas replicaba: “¡Trabaja, coño, trabaja!”.  Pedro fue por décadas un empedernido fumador de tres cajetillas por día, a conciencia de las secuelas que un mal día comenzarían a pasarle factura.

Su columna dominical La mosca en la oreja, en El Nacional, ya no nos deleitará más.  Hablé con él por última vez hace algunas semanas y fue, lo confieso, un largo diálogo entrecortado, cargado de emociones, de reiteración de afectos, de nostalgias e incluso de contrariedades. Con dolor me habló del país que ya no es, así como de los cinco libros de Leonardo Padura que había leído y por qué El hombre que amaba a los perros y Herejes, lo cautivaron. Con voz cansada todavía se refirió a Cercas, a Los soldados de Salamina y a El impostor. Ahora no está. En el instante aciago soy solidario con mi buena amiga Myriam, su esposa, y con su hijo Ernesto. Y no es una metáfora: suelto una lágrima por mi entrañable Pedro.

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