Pedro Llorens en la redacción de El Universal |
Llorens era eso,
un inagotable trabajador intelectual, honesto a toda prueba, con olfato
especial para llegar a la noticia y calibrar de antemano el potencial de sus
consecuencias. Un ciudadano que cumplía de manera ejemplar sus
responsabilidades y contribuía sin jactancias a la formación de nuevas
generaciones de reporteros. Contrariamente a la esencia de la profesión, se
dejaba empujar por la timidez para rechazar la posibilidad de su propia
exposición al público.
Lo conocí a
comienzos de 1973 en El Universal, cuando yo venía de Panorama. Así nos hicimos amigos. La mayoría de las
veces teníamos enfoques coincidentes aunque, por supuesto, también
discrepábamos. Era un huraño devorador de libros, ubicado en el campo
ideológico de la izquierda aunque amplio, ácido reconocedor del error de aquellos
compañeros de generación que participaron en la aventura guerrillera de los
años 60 y 70. De igual manera objetaba hasta por razones ancestrales los
extremismos de derecha, porque su padre, el filósofo y escritor Rodolfo Llorens,
había sufrido en pellejo propio los atropellos que lo lanzaron al exilio al
finalizar la guerra civil española. Así
llegó el catalán Pedro Llorens a Caracas cuando apenas rondaba los cinco años.
Con Ramón J. Velásquez en el despacho presidencial de Miraflores |
Era un
periodista completo, que durante más de 30 años se movió con soltura en la
redacción de El Universal y después en El
Nacional, porque no se le escapaba
ningún detalle. Examinaba con lupa cuanto pasaba por su mesa y por sus manos,
incluso esas notas anodinas que de antemano estaban condenadas al cesto de la
basura.
En las casi dos
décadas en que trabajamos juntos en El
Universal, en muchas ocasiones fuimos
testigos de acontecimientos que nos ponían en carreras y nos trasnochaban y,
por qué no decirlo, tampoco faltaron hechos que nos dejaron el sabor amargo de
no haberlos aireado en público de manera suficiente. Era un profesional a
dedicación exclusiva del periódico, hasta el día en que el insondable y complicado
Andrés Mata tuvo la ocurrencia de darle una patada porque olía al ex director
Luis Teófilo Núñez Arismendi, en cuya época los trabajadores recibíamos
magnífico trato y mejores salarios.
Con exquisita
fibra humana, en ese momento Pedro desoyó el consejo de un amigo abogado que le
sugirió plantear en tribunales los reclamos insatisfechos de tantos años que había dejado atrás y que ya no
volverían. Para Llorens el dinero no significaba nada y la dignidad lo valía
todo, tanto como sus pocos y escogidos amigos. Luego coincidimos en El Nacional
y nuestros vínculos siguieron imperecederos.
Después de una
dura jornada, muchas veces recalábamos en bares buenos y malos, con César
Messori, Olmedo Lugo, Leopoldo Linares, Omar Pérez y otros, para regresar más
tarde con sudores fríos, dolores de cabeza y el tufo levantisco que aplacábamos
con dos cervezas a la hora del almuerzo. “Compadre, esta noche chocaremos otra
vez los cristales”, le decía Olmedo a manera de desafío. Llorens levantaba la
cabeza, lo miraba, encendía un cigarrillo y a secas replicaba: “¡Trabaja, coño,
trabaja!”. Pedro fue por décadas un
empedernido fumador de tres cajetillas por día, a conciencia de las secuelas
que un mal día comenzarían a pasarle factura.
Su columna
dominical La mosca en la oreja,
en El Nacional, ya no nos deleitará más. Hablé con él por última vez hace algunas
semanas y fue, lo confieso, un largo diálogo entrecortado, cargado de
emociones, de reiteración de afectos, de nostalgias e incluso de contrariedades.
Con dolor me habló del país que ya no es, así como de los cinco libros de
Leonardo Padura que había leído y por qué El
hombre que amaba a los perros y Herejes, lo cautivaron. Con voz cansada todavía se refirió a
Cercas, a Los soldados de Salamina y
a El impostor. Ahora no está. En el instante aciago soy solidario con mi
buena amiga Myriam, su esposa, y con su hijo Ernesto. Y no es una metáfora: suelto
una lágrima por mi entrañable Pedro.
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